Cada vez que emprendo un nuevo viaje, de algún lado siempre llega flotando la misma pregunta: “¿te vas sola?” Hay cierta resistencia a creer que las mujeres no podemos viajar solas; porque los viajes se dan en familia, con amigas, con la pareja, con los niños, con quien sea, pero nunca sola.
En fin. Sí, las mujeres sí viajamos solas, pero hay algo importante: nunca viajamos en soledad, aunque disfrutemos de ella. Al menos me gusta creer que es así. En ese destino al que vamos siempre hay ya un amigo al que tienes tiempo que no ves, un tío lejano, una prima menor, qué se yo. En el caso más extremo, siempre terminamos haciendo migas con alguien, porque tenemos ese don de conversar y de preguntar. Sobre todo de preguntar. De ahí que tengamos amigos-conocidos regados por el mundo, con los que en algún momento intentaremos coincidir nuevamente. Siempre cuento cómo fue que conocí a Fernando en Río de Janeiro y dos años después nos encontramos en Ciudad de México para pasar un domingo dando vueltas, hasta que no me quedó más remedio que volver al hotel y meter todos mis recuerdos de ese día en la maleta y salir directo al aeropuerto.
Pero esto no sucede a la ligera. No vamos por las calles con algún tipo de súper poder que nos hace conversar con todo el mundo y confiar en todo lo que vemos. Hay que manejarse con cuidado y tratar de mimetizarse con el destino elegido, para no correr riesgos. Siempre, por algún lado, se nos va a notar que somos turistas, porque lo respiramos sin esfuerzo, pero en la medida de lo posible debemos tratar de no ser tan obvias. Hay muchas páginas en las que se puede conseguir información valiosa sobre el cuidado que debemos tener las mujeres cuando viajamos solas y enterarse de eso es una obligación. Quizá de eso hable otro día.

En el acuario de Atlanta, el más grande del mundo