
Me quité los zapatos apenas al aterrizar. Bueno, exagero. Lo hice luego de atravesar la pista y los guardé en un espacio vacío de mi maleta. Nadie de la posada me esperaba, pero me sabía el camino y llegué a la puerta y pasé, como quien pasa al patio de su casa un sábado cualquiera. Pon el equipaje allá, tu cuarto es este, las llaves son estas, el desayuno no está incluido el día de llegada pero te puedo decir dónde venden las empanadas, te preparo la cava para más tarde, ¿a dónde vas?, hay brisa, los lancheros no van muy lejos, ¿quieres café? Ya vengo.
Me gustan las empanadas de La Sirena, un kiosco frente a la laguna de Los Roques. Procuro desayunar allí cada vez que llego, al lado de la brisa. Dos empanadas de pescado y una malta. Desde allí se ven los viajeros pasar con mirada de descubrimiento, la arena se arremolina y se pega al cuerpo. Los ves con el protector mal puesto, como improvisado, porque seguro les dijeron hasta la saciedad que no había que subestimar al sol por esos lados y apenas al bajar del avión se protegen con capas blancas que han de perderse en el día.
El tiempo transcurre lento en Los Roques, a diferencia de sus nubes y lluvia que se las lleva rápido la brisa para despejar el paisaje. Temprano en la mañana, el pueblo entero es un apuro de carretilleros que llevan a los viajeros hasta el muelle; son las ganas de ir hasta Cayo de Agua y entender que el viento está fuerte y no se puede llegar, que ayer llovió, que mañana también lloverá, pero que hay otras islas. Los ves subiendo a las lanchas, colocándose el salvavidas y partiendo al azul con la cámara en mano. Me gusta esa escena, la del asombro, la de la espera, la de querer saber qué hay más allá de ese muelle.

Ya estaba previsto que ese día iría a Carenero, a pesar del viento. Fue preciso tomar el camino más largo, que no sé cuál es, para evitar las olas altas. No sé cuánto tiempo pasamos en la lancha, pero se me antoja pensar que es cerca de una hora. Quizá fue una hora, pero no importa. Hay en Carenero unos azules que no había visto antes en el archipiélago. Es la quietud con olor a mar, el sonido breve de su paisaje. Cuando las lanchas llegan hasta Cayo de Agua, hacen una parada aquí -antes lo hacían en Dos Mosquises, pero el Gobierno cerró a la Fundación Científica de Los Roques que operaba allí desde hace 50 años- y todo se vuelve un éxtasis. La naturaleza arropa cada uno de los sentidos.
Carenero se distingue a lo lejos por su contraste en el mar y por unas palmeras agitadas. Está allí El Rancho de Paín y una casita breve. Reposa en su orilla una embarcación que ya nadie usa y aunque el viento despeina, este lado de la playa luce un poco más tranquilo. Pero cuando se sigue el camino marcado por las conchas, el Caribe aparece en todo su esplendor, las olas chocan con las piedras y abre espacio a otra playa que no es tranquila, pero sí necesaria.





No hay nadie en Carenero cuando llegamos, solo Paín y algunos pescadores. En su rancho saltan los sabores de la langosta, de pescados fritos, ceviches, arepas y varias cosas más. Nos promete un almuerzo empezando la tarde y así nos vamos hacia el agua fría, a ver pasar el sol y sus sombras. Es de esos cayos que se convierten en una invitación a caminarlos hasta donde no haya más sendero y eso hacemos, sin prisa entre la arena que no se calienta, sobre las conchas y hasta donde todo es agua azul y matices. Hay silencio en el lugar, es el mar y la brisa, el vuelo de las aves. Los Roques es contemplación, la bocanada de tranquilidad.
No sé cuántas fotos hago buscando sus colores. Ninguna le hace honor e insisto en tenerlas, pero también me detengo y observo, respiro y observo, porque no se puede estar todo el tiempo detrás de una cámara. Uno se pierde lo importante. Hay que sentir el destino con toda la piel, llevárselo tatuado en la mirada. A mí que me busquen por estos lados si algún día me pierdo. Si no me encuentran en Francisquí, búsquenme en Carenero.
PARÉNTESIS. Estuve en Los Roques para asumir un reto distinto a lo que hago todos los días: fui a tomar fotos de una boda civil en el pueblo, una experiencia bonita y enriquecedora. Un reto a mí misma. Durante tres días estuve en la posada Tropicana, al lado de la laguna del Gran Roque. Si quieren ir a Carenero, deben estar en el muelle a las nueve de la mañana para salir en las primeras lanchas, porque es un cayo más o menos lejano.
Hermoso lugar y hermosa manera de sentir el lugar. Se ve que la prosa queda corta ante tanto espectáculo natural. Muchas felicidades por el blog.
Gracias, Raúl! Los Roques me impresiona siempre. Gracias por pasar por aquí.
Deseo ir a Choroní, estamos en 2018 y no sé si el panorama lo permita ¿cómo ves tú? y por otro lado ¿anduviste descalza todo el tiempo? Me gusta la idea de andar descalzo por Choroní. Un saludo.
Hola, Gilberto. Choroní está muy lindo, ya este año he ido tres veces por lo que creo que el panorama pinta bien jajaja. Es buena época. Ese mar es bravo y por esta fecha es más calmado (en diciembre es otro cuento; pero igual de hermoso) Y sí, casi siempre estoy descalza por ahí. Me gusta. Un abrazo.
Muchas gracias, veré si este diciembre me doy el gusto de ir, tomaré en cuenta lo que dices y…me iré descalzo. Un abrazo.