Hola Hostal, en Barcelona

La primera vez que visité Barcelona, me quedé en casas de varios amigos. Vi de cerca la rutina de quienes llevan una vida tranquila, alejada del ruido de una ciudad en la que siempre están pasando cosas. Ahora que me tocó volver, dormir en un hostal era la opción más pertinente: sabía que tendría que salir muy temprano por las mañanas y que llegaría al borde de la medianoche casi todos los días. No quería importunar a nadie. Aunque viajar de Madrid a Barcelona es sencillo, a mí me demanda mucha energía -no sé por qué-, así que cuando encontré el Hola Hostal, supe que eso era lo que andaba buscando.

El Hola Hostal en Barcelona, tiene dos sedes: el Eixample y el Collblanc. Me alojé en el primero porque me quedaba muy cerca de los lugares a los que tenía que ir. La estación de metro de Tetúan está a cinco minutos caminando, hay varias paradas de autobús cercanas que conectan con cualquier lugar y el hostal está rodeado de bares, restaurantes y supermercados. La estación de autobuses Barcelona Nord está a 500 metros, desde donde se puede conectar para el aeropuerto. Y, mejor aún, caminando muy poco se puede llegar a puntos como la Plaza Catalunya, la Sagrada Familia o el parque de la Ciutadella. Por primera vez, me pareció que en Barcelona todo queda cerca y que es sencilla de entender.

Te recomiendo este tour de Barcelona al completo, con guía en español. Son cuatro horas de recorrido y te incluye, además, la entrada al teleférico de Montjuic. Una buena manera de conocer la ciudad.

Al entrar al Hola Hostel Eixample, lo primero que llama mi atención es lo grande de las instalaciones y me entero, casi de inmediato, que ese espacio antes era un concesionario de autos y ya con solo saber eso, el hostal luce más interesante. La recepción es mínima, pero justo desde ahí se desprende el área común, llena de distintos muebles de tamaños y colores, para unirse luego con la cocina que tiene todo lo que necesitamos. Es una zona cómoda, amplia, en la que cada quien va a su ritmo. Justo al lado, aparece una rampa -que uno no se espera- y al subir llegas a un área más tranquila con varias mesas para trabajar o pasar el rato; y también a las duchas y baños principales. Esto está bastante alejado de las habitaciones, por lo que debes atravesar toda el área común para darte una ducha, sin tomar atajos. Ningún problema para mí, pero está bien que lo sepas. Un piso más arriba hay una terraza, rodeada de edificios y que tiene un aire íntimo por eso. También tienen lavandería, alquiler de bicicletas, una o dos máquinas para hacer ejercicios y variedad de tours gratuitos que puedes tomar con ellos para conocer la ciudad.

Al subir la rampa, esta es la vista que se tiene de la cocina y la sala
Una habitación mixta con 18 camas. Al fondo se ve, @losviajesdenena
Con esta llave podía abrir el locker, la puerta principal y la de la habitación
Adoro que dejemos saludos desde cualquier lado del mundo
Siempre, have fun

El Hola Hostal Eixample tiene habitaciones privadas y compartidas (mixtas o solo para mujeres) que van desde 8 hasta 24 camas. Ya sabes -o, a lo mejor te estás enterando ahora- que mientras más personas en el mismo cuarto, más económico el precio. Es la primera vez que duermo en una habitación de 18 personas y pensé que podía ser un agobio, pero no. Aquí hay tanto espacio y está tan bien pensada la distribución de las literas que no sientes que estás cerca de nadie. Cada cama tiene una cortina para que puedes tener un espacio más tuyo, con un interruptor y una pequeña lámpara. Están numeradas y al lado, tienes un locker que se abre y se cierra con la tarjeta electrónica que te dan en la recepción y con la que también tienes acceso a la puerta de la habitación y la entrada del hostal.

No ofrecen desayunos, pero hay una noche en la que hacen paella para cenar por 5€ y las porciones son generosas. Al frente del Hola Hostal Eixample hay una cafetería Granier por la que puedes desayunar a precios mínimos y está bien para comenzar el día. Justo al lado de la puerta de entrada hay un bar que lleva el mismo nombre del hostal y, aunque es del mismo dueño, su funcionamiento es independiente del alojamiento. Lo vas a notar en los precios.

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LO QUE MÁS ME GUSTÓ:

  • La atención de los chicos de la recepción. ¡Gracias, Albert! por la buena vibra.
  • No se escucha ruido en los cuartos. Al menos no en la habitación en la que yo estaba. Aunque había ruido afuera y buen ambiente, se podía dormir con tranquilidad.
  • Lo espacioso de las habitaciones. De hecho, vi una de las que tienen cuatro literas y sentí que era todo más reducido y quizá, incómodo. Aunque todo es cuestión de costumbre.
  • La limpieza del lugar. Para tener tanta gente alojada al mismo tiempo; no encontré nada sucio. Sobre todo en los baños.
  • La cantidad de baños disponibles para tomar una ducha (aunque lo que menos me gustó es que queden tan lejos de las habitaciones; no porque tuviera problemas en atravesar toda el área común, si no porque creo que sería más práctico si están más cerca)

Y poco más. ¿Vale la pena? Sí, mucho. Los precios están dentro de la media de Barcelona para un hostal en muy buenas condiciones, con un gran ambiente y un personal muy atento, dispuesto a ayudarte en lo que sea las 24h, porque la recepción nunca queda desatendida. Si vas a viajar a Barcelona y estás buscando un hostal, espero que hayas tomado nota de este lugar.

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Librerías curiosas en Madrid (parte I)

Madrid está llena de libros. Contar los espacios que los cobijan toma su tiempo, porque hay tantas opciones como historias posibles. Mi curiosidad me ha llevado a entrar a librerías de Madrid que me han hecho sonreír, bien sea por su calidez para tomar un café, por la variedad de títulos, por la amabilidad del librero, por los años que tiene ahí. Esta es una pequeña-primera lista que va sin orden, sin pretensiones, solo guiada por el amor de caminar por Madrid y entrar a lugares en los que puedo jugar a imaginar.

Libros para un mundo mejor. Aquí tienen libros de segunda mano y -como ellos dicen- cultura para el alma. Un espacio muy blanco, con detalles que me encantan como mochilas, magnéticos, chapas, camisetas, bolsos o postales de libros. Hacia el fondo, hay algunas mesitas. Dan talleres, reciben tus libros, donan a entidades y apuestan porque alguna curiosidad te elija a ti mientras recorres las estanterías.

Cafebrería ad Hoc. Huele a café, se escucha jazz y provoca sentarse en una de sus mesas a leer, a trabajar un rato o a conversar sin alzar mucho la voz. Este lugar es lindo y me encantó la selección de literatura de viajes que tienen. Allí se dictan talleres, se hacen clubs de lectura y se deben pasar ratos amenos y tranquilos rodeados de libros.

Energía positiva. Siglo XXI. Es una tienda de decoración de hogar, llena de luces, pero con una selección de libros que «cultivan la energía y nos hacen crecer de manera positiva». Tienen narrativa y novela negra, pero lo que más me gustó es la variedad de cuentos infantiles (¡hermosos!) y las historias ilustradas. Además, el sitio tiene muchos objetos curiosos.

Desnivel. Es una de las librerías más antiguas de España (1898) y que no ha cambiado de ubicación en todo este tiempo. Tiene todo sobre temas de escalada y viajes; tanto, que no me cabía el asombro en la mirada. Me sentí pequeña y fascinada por todo lo que nos ofrece el planeta para explorar, crecer, sentirnos vivos.

Amapolas en octubre. Este lugar fue soñado por su dueña y librera por casi dos décadas, así que con solo entrar se siente que es más que títulos de buenos libros: es un refugio, una sala cómoda, un café bien hecho. Es una librería hermosa, llena de detalles y de la que salí con «Contar es escuchar», de Ursula K. Le Guin, una recomendación de la anfitriona que no quise -ni podía- rechazar.

Tipos Infames. Donde hay libros, vinos y frutos secos, ahí estaré. Siempre voy a esta librería cuando estoy en Madrid, me quedo conversando, leyendo o paseando por las estanterías una y otra vez. Me siento cómoda, saben leerte la mente, saben la historia que necesitas leer. Se especializa en narrativa de caracter independiente. Ahí soy muy feliz.

Ocho y medio. Esta es una librería especializada en libros de cine y espectáculo y que está ahí desde hace más de 25 años. Además, es un café. Un lugar curioso en el que encontré buenos títulos para la escritura creativa, objetos que se han utilizado en algunas películas reconocidas, autógrafos por doquier. Para quienes gusten del cine -como yo- es un buen mundo para explorar en letras.

Nakama Lib. Muchos libros de poesía, en inglés, narrativa, sobre Madrid y otros detalles más que hacen de esta librería pequeña, un lugar especial. Tienen «Mejor juntas», un club de lectura que se inclina por la literatura y el feminismo; y también una buena selección de libros infantiles.

La Central. Hay dos en Madrid: la de Callao, con tres pisos en los que caben más de 65 mil libros y un restaurante -El Patio- que tiene un buen menú por 12,5€; y otra en el Museo Reina Sofía especializada en filosofía, historia, ciencias sociales y antropología. Es un clásico visitarlas, siempre se consigue algo que no sabíamos que andábamos buscando.

¿Conoces alguna librería de Madrid? ¿Cuál no me debería perder? Hay una parte II.

Y, si quieres hacer un free tour por Madrid para ir más allá de los libros, no dejes de hacer este recorrido de dos horas por puntos claves de la ciudad.

Viajar a Choroní

Mi mapa está definido por la ruta que va de Caracas a Choroní. No hay otro camino que haya desandado con tanta insistencia desde hace dos años; no hay otro verde que me sepa de memoria como ese tras las montañas que me llevan al pueblo de colores. Cuando ese marzo de 2020 nos confinaron a todos, el último paisaje que vi fue el de Choroní y a esas palmeras volví nueves meses después para llorar mientras veía el mar. Fui incapaz de escribir alguna línea entonces; lo hago ahora desde la distancia -estoy en Madrid- porque hace mucho tiempo aprendí que la lejanía es necesaria para contar historias. Viajar de Caracas a Choroní siempre será mi grito Caribe más sonoro y quiero contarles todo lo que he aprendido entre tanto ir y venir.

¿Dónde queda Choroní? (y un poco de historia)

Choroní está en la costa central de Venezuela, en el estado Aragua. Se llega después de atravesar durante hora y media las curvas del Parque Nacional Henri Pittier. Gran parte del camino que lleva a sus calles, eran -son- tierras llenas de cacao. Choroní era como una gran hacienda y fue fundado en el año 1616 y aunque debe su nombre a los indígenas que vivían en la zona; primero se llamó San Francisco de Paula y, mucho más adelante, Santa Clara de Asís y ese es el nombre de la patrona actual del pueblo y que se puede ver en su iglesia amarilla, tan solo al llegar. Tres kilómetros más abajo, está Puerto Colombia, otro pueblo que le rinde tributo a San Juan Bautista y donde está el malecón del que parten todos los peñeros a recorrer las playas de la costa. Vamos de un lado a otro sin darnos cuenta. Es lo que tiene el viaje y la ligereza de estar ahí.

Tengo debilidad por estas casas de colores

¿Cómo llegar a Choroní?

La forma más cómoda para viajar de Caracas a Choroní es en carro particular, claro. Muchísimas personas no se atreven porque -aun sin ir- le tienen miedo al camino. Es cierto, la vía de montaña es estrecha y llena de curvas, pero de una belleza increíble. Una vez que deciden hacer la travesía, se dan cuenta de que no es tan terrible como les dijeron: atravesar ese bosque húmedo es sentir cómo cambia la temperatura y hace frío al llegar a la cumbre, es tener la suerte de ver a los monos araguatos de cerca, escuchar diferentes animales, ver cómo cambia la vegetación hasta llegar de nuevo al calor que nos dice que el mar está cerca. Desde la entrada del Parque Nacional Henri Pittier hasta Choroní, es una hora y media de camino. No hay manera de llevar prisas por esa vía; ese es el tiempo que toma el viaje. También hay otras maneras de llegar:

En bus. Los buses de colores que llevan a Choroní, parten desde el terminal de Maracay. El precio del pasaje son 3USD$ en efectivo (enero, 2022) y, si eres de espíritu flexible y relajado, me parece una manera grandiosa de llegar. Quienes manejan esos autobuses se conocen la ruta como nadie, ponen música a todo volumen, suenan la bocina antes de dar cada curva y me parecen divertidísimos. Antes funcionaban muchas más unidades, ahora quedan solo dos o tres y a veces toca verlas accidentadas en algún lado del camino. Las primeras veces que fui a Choroní, siempre lo hice en autobús, aunque me tomara cuatro o cinco horas esperar por la vuelta. Ir acompañados es lo mejor: te ríes el doble.

En carrito, por puesto. También desde el terminal de Maracay parten carros que te cobran por puesto (20 USD$ en efectivo, enero 2022) y una vez se llenen los cuatro asientos disponibles, inician el viaje. Si quieres irte antes y no esperar por más nadie, te toca pagar por cada asiento vacío que dejes. Siempre vale la pena esperar, vas más cómodo que en el autobús y es mucho más económico que un taxi.

En taxi. Es la mejor opción para los que no se quieren preocupar por nada, pero también la más costosa. Un viaje ida y vuelta de Caracas a Choroní puede costar 400USD$ para cuatro personas, por carro. Desde Maracay, los precios varían, pero pueden ser al menos 200USD$ ida y vuelta.

Pidiendo cola. Úsese solo en caso extremo (me reí escribiendo eso) y es que varias veces me ha tocado pararme al borde del camino y pedir a alguien que me lleve. Siempre ha sido porque me he quedado accidentada y no existe la posibilidad de que me devuelva. He desandado tantas veces ese camino que hacer esto para mí ha sido natural y seguro.

Así es el camino
Todo lleno de verde
y llegar así es una experiencia grandiosa

¿Dónde hospedarse en Choroní?

En Choroní hay muchas opciones de hospedaje y para todos los presupuestos. Desde acampar en el patio de una casa, pasando por habitaciones pequeñas y sencillas solo para dormir; hasta posadas con todo incluido. Depende de la experiencia que quieras vivir y lo que grite tu bolsillo. Como hay muchas posibilidades, solo recomendaré aquí los sitios en los que yo me he quedado, haciendo especial énfasis en mi favorito: Cacaoni Lodge.

Cacaoni Lodge es mi lugar feliz por muchas razones. Siempre te reciben con una sonrisa y el sabor de la guarapita de parchita, pero más allá de eso es porque al entrar a sus instalaciones, es fácil olvidarse de la ciudad y las angustias. En Cacaoni todo es verde y azul, es el sonido del río que relaja el cuerpo, las ganas de vivir el Caribe con buen gusto, con exclusividad y amor por lo que hacen. Creo que allí, en ese espacio, está resumido todo lo que está bien y se nota por el esfuerzo y compromiso de todos para ofrecer un buen servicio. Sepan que Cacaoni Lodge es un hotel boutique con un concepto para adultos, pero que luego de la pandemia ha dado la posibilidad de ir también con niños de cualquier edad. Tiene doce habitaciones matrimoniales con jacuzzi y un jardín privado donde también está la ducha y ese detalle me encanta: nada como bañarse al aire libre. Tienen una piscina rodeada de verde, un acceso privado al río donde puedes optar por hacerte masajes, hamacas para descansar y también bicicletas por si quieres irte por ahí. Hay un menú variado para picar por las tardes que también tiene cocteles y otras bebidas. La estancia mínima siempre es de dos noches y es lo mejor, porque la experiencia está diseñada para que puedas relajarte. Todas las comidas están incluidas y puedes optar por dos tours de playa a los que no les falta nada. Lo recomiendo con orgullo y los ojos cerrados. Para reservar pueden escribir desde aquí y los van a tratar bonito.

No necesito más
Dormir aquí, sin preocupaciones
y dejarme llevar por todo este verdor

Otras opciones son Los Ranchos de Chano, ideal para familias (no incluye comidas); Arakemo (tiene restaurante) y en otro rango más económico, están posada Pittier y Riqui-Riqui. Insisto, hay muchísimas más, pero solo menciono aquí en las que he dormido y tenido buena experiencia.

¿Qué ver y hacer en Choroní?

  • Caminar desde Choroní a Puerto Colombia, entre las casas coloniales de colores y entender por qué la gente sonríe y es amable a tu paso.
  • Entrar a la iglesia de Choroní, donde le rinden honores a Santa Clara de Asís, patrona del pueblo.
  • Conocer la historia de la Madre María de San José, nacida en Choroní. Pueden saber cuál fue su casa y entrar a otra, frente a la Plaza Bolívar, donde pueden ver todo lo relacionado a la querida beata.
  • Darse un baño en cualquier río.
  • Comer empanadas cerca del malecón.
  • Caminar por Playa Grande, temprano, para ver el amanecer y darse un baño con el agua quieta.
  • Enamorarse de las palmeras de Playa Grande.
  • Subir al Mirador del Cristo (la entrada está desde la boca y son 10 minutos).
  • Ver el atardecer desde allí o desde el malecón.
  • Subirse a un peñero y visitar las playas. Desde ahí pueden ir a Cepe, Chuao, Tuja, Uricao, Cuyagua, Cata, La Ciénaga y varias más. Todo depende de las condiciones del mar, la época y la cantidad de personas dispuestas a hacer el viaje. En la boca -donde están los peñeros- siempre hay lancheros dispuestos a llevarlos.
  • Conversar con algún local para que les hable de las tradiciones de San Juan Bautista o les diga la mejor hora para escuchar los tambores desde el malecón.
  • Relajarse y dejar que el Caribe los cubra por completo.
La boca de Puerto Colombia
Playa Grande es hermosa
Y Uricao también
La quietud de ver todo desde arriba

¿Qué debes saber?

  • Choroní es un pueblo tranquilo y seguro. Pueden caminar a cualquier hora del día, sin preocuparse. Posiblemente de noche, haya algunas zonas menos iluminadas, pero no hay riesgos. Como en todo lugar que visitemos, apliquen el sentido común.
  • La gente es muy amable y se esmeran porque conozcas la zona. Escucha sus recomendaciones.
  • Es preferible llevar dinero en efectivo. Aunque hay puntos de venta, pueden fallar porque la luz se va sin aviso previo.
  • Funcionan todas las operadoras: Movilnet, Digitel y Movistar. Pero si se va la luz en el pueblo, todos quedan desconectados.
  • Son tres horas de camino desde Caracas hasta Choroní. Con un tanque full de gasolina, se cubre la distancia de ida y vuelta sin problema. En Choroní hay una estación de servicio, que surte cada dos o tres días, pero sigue siendo mucho más fácil hacerlo en Maracay.
  • No recomiendo almorzar en Playa Grande. Suelen abusar con los precios de los platos, lamentablemente. Hay otras opciones en el pueblo, en establecimientos más pequeños y está siempre ahí el infaltable Pacos Pizza, que resuelve todos los antojos.

Si quieres saber algo más de Choroní y sientes que no lo escribí aquí, pregúntame y te cuento. Es mi pedazo de Caribe definitivo. Me sobra el amor.

Requisitos para viajar de Venezuela a España como turista

Actualizado enero, 2023

Ir de un lugar a otro en tiempos de post-pandemia, nos obliga a revisar las restricciones que cada país impone para recibir turistas y que pueden ir cambiando sin ningún tipo de aviso. Eso puede causar un poco de ansiedad o tener algún cruce de información si no la estamos revisando constantemente.

Los requisitos para viajar de Venezuela a España como turista son:

  • Lo más nuevo: España eliminó todos los controles sanitarios para entrar al país. En caso extremo de una reactivación de la pandemia, podrían tomar nuevas medidas.
  • Pasaporte con, al menos, 3 meses de vigencia después de la fecha prevista de salida.
  • Carta de invitación o reservas confirmadas de hotel.
  • Boleto de ida y vuelta.
  • Medios económicos: 96,5€ por día, por todo el tiempo de estadía. Y un mínimo de 810€ por cada persona que viaja.
  • Seguro de viaje con 35 mil euros de cobertura mínima. Siempre viajo con Assist-365 y aquí te dejo un descuento de 5% para que adquieras el tuyo.

¿Qué debes saber?

  • No puedes entrar a España con pasaporte vencido.
  • Si tienes reservas de hotel, hostales, Airbnb, etc; no hace falta presentar una carta de invitación. Y al revés. Las reservas deben ser por los días totales de tu estadía y aunque los requisitos formales dicen que deben estar pagadas, las mías solo estaban confirmadas (para pagar luego en el establecimiento) y con la opción a cancelación gratuita. Las hice por Booking.
  • La carta de invitación garantiza tu estadía, pero no tus medios económicos. Podrían solicitarte -o no- que demuestres cómo te vas a mantener durante toda la estadía. Siempre llevo esa información conmigo, pero jamás me la han pedido.
  • El seguro de viajes debe cubrir, al menos, 35 mil euros. Te dejo otra vez el link para que evalúes las diferentes opciones de cobertura con Assist-365 y tengas un 5% de descuento.

Como decía, los requisitos pueden variar sin previo aviso. Siempre es mejor acudir a fuentes oficiales como la del Consulado de España en Caracas que son bien claros con todo lo que van contando.

Si tienes alguna duda al leer esto, escríbeme aquí abajo y con todo gusto responderé lo que necesites.

Recuerdos de niña

Siempre creí que mi ansiedad de cuarentena se resumiría a mis ansias de viajar, a lidiar con el encierro que es, precisamente, lo que me hace moverme, a nunca querer estar aquí. Ahora que ya he cumplido siete meses de confinamiento, he entendido que la peor jugada me la ha hecho la soledad y que la inacción ha sido necesaria para entenderlo. Toqué fondo, vi de frente a mis demonios y no me pude levantar el día que nos hablamos cara a cara. Ya luego las lágrimas se encargaron de limpiar el alma y todo se lo he dejado a la perspectiva, a la insistencia de vivir el presente como arma absoluta. Y funciona.

Quien me conoce sabe cuánto me gustan los boleros. Muchas veces he contado a mis amigos que en las tardes de mi niñez me quedaba con mi abuela y el radio que estaba en la cocina -puesto en una repisita de madera- soltaba radionovelas y boleros de los que aprendí las letras cuando apenas sabía sostener conversaciones largas. Soy una nostalgia andante, un amor no correspondido, un odio sincero, un arrebato apasionado. Soy todos los boleros que me sé y que me definen. Esos momentos con mi abuela los recuerdo con olor a cartón, a ollas y a su sazón de arepa redonda y abombada. Ahora que escribo esto, me viene otro recuerdo: me veo en el patio de un colegio al que fui poco. Me veo a mi misma tomando agua directamente del grifo, a pesar de todas las veces que me dijeron que no lo hiciera. Ese patio, que también era una cancha de fútbol improvisada con algunas líneas dibujadas sobre el cemento, olía a empanadas, a jugo de naranja caliente. Mi vista desde la cancha era hacia todas las casas del barrio, de ladrillos rojos y desiguales. Desde donde yo lo veía, resaltaba la casa de María porque era la única azul con los bordes de las ventanas pintados de blanco. Ella me la enseñó un día y me dijo que tenía que ir y yo le dije que sí, pero nunca lo hice. María era mucho más alta que yo, de cabello corto, igual que su falda. Lo que sí hice fue escuchar mucha salsa. Me aprendí la letra de Panteón de Amor, de Pedro Navaja y de Dos Amantes, que no era salsa pero también la escuchaban mucho los niños de primer y segundo grado con los que yo andaba. Desde entonces, los boleros y la salsa marcan mis días sin siquiera yo advertirlo.

Mi abuela, en la cocina que nos habitaba

Como yo era sobrina de una de las maestras a las que más le tenían respeto -o miedo-, podía pasearme entre los salones a destajo. Allá va la sobrina de la maestra María y yo con los labios llenos de un raspado de colita, de agua de grifo y las manos rojas por los reglazos que me pegaba mi tía por alborotar al salón. Yo tenía menos de cinco años, pero ya sabía leer y escribir y por eso no me quedaba en ninguna clase. Andaba por los pasillos a deshoras, cruzaba los pasillos, el cuerpo me olía a lápiz, a sacapuntas, a merienda derretida. Me recuerdo con el pelo pegado en la frente, con el aliento agitado. Y también recuerdo a Alirio, un alumno con hidrocefalia al que yo le tenía mucho cariño y que siempre me decía que quería agua y yo sabía que no podía darle la del grifo, nadie me lo dijo, solo lo sabía. Y ahí llevaba yo a Alirio con su sonrisa grande a tomar agua de un termo. Y Alirio siempre sonreía muy grande, con la boca muy abierta y yo lo miraba con atención, con su suéter abotonado solo en el primer botón y su inquietud para pronunciar las palabras. También recuerdo a Deivis, a quien le agarraba la mano por debajo de la mesa donde cabíamos seis en unas sillas mínimas de madera. Eso era en el salón de primer grado, donde daba clases la maestra Elsa, que me dejaba salir cuando yo quisiera porque sabía que igual no me iba a quedar si no quería.

Cuando comencé el colegio como debía, me daban ataques de asma. Recuerdo a una maestra de segundo grado (nunca cursé el primero) sosteniéndome como una bebé, mientras yo intentaba respirar. Tenía los ojos grandes, como salidos de su órbita, el cabello enroscado y rojo. No logro sacar de mi memoria su nombre, pero sé que estaba nerviosa mientras hacía eso y se lo agradezco mucho, todavía. Para ese momento, yo estudiaba al frente de mi casa y poco a poco me di cuenta que de ahí no me dejarían salir cuando yo quisiera, que aunque las clases me parecieran aburridas me tenía que quedar. Aun así, tenía pequeñas concesiones y la verdad no sé bien porqué. Cuando tenía ganas de ir al baño, yo decía que me sentía mejor en el de mi casa y me dejaban ir. No todo el tiempo, pero me dejaban. Era cuestión de cruzar la calle y subir dos pisos. Yo lo veía sencillo, no veía porqué ellos no. Era raro que me dejaran hacer eso, no sé de qué manera los habré convencido. Recuerdo a mi abuela mirándome desde el balcón, asegurándose de que yo entrara al colegio. También lo hacía al salir. Una vez el timbre sonó a una hora y media antes de lo previsto. Yo estudiaba en las tardes y el timbre de salida sonó a las 4.12 pm. Todos nos miramos, pero yo fui la única que dije, pues ya está, agarré mi morral y le dije a la profesora que me iba. Y ella me dejó ir. No sé porqué me dejó salir. Cuando iba a mitad del patio, la directora me dijo que se habían equivocado y yo seguí caminando como si tal cosa y le dije, pues ya yo me quiero ir. Y me dejaron ir. Ahora que lo escribo no sé porqué me permitían tales altanerías de niña. Pero nada era forzado. Yo no quería estudiar, eso lo recuerdo bien, pero era porque ya me sabía las cosas. Y cuando me las preguntaban, yo respondía. Y cuando en el salón yo me acostaba a dormir y no anotaba y por fin me llamaban la atención, pues es porque eso también me lo sabía. Así tuvieron que aguantarme hasta que llegué a quinto grado que fue cuando comencé a prestar atención. La maestra Gloria tenía un carácter fuerte y yo no le iba a llevar la contraria y sabía un montón de cosas que yo no. Después de quinto grado, más nunca me volví a salir de un salón.

No, miento.

En el bachillerato me llamaron la atención porque en el colegio de curas donde estudié, me escondía en el baño para no ir a las misas y cuando comenzaban, yo sabía colarme, salía por una puerta detrás del auditorio y me iba. Hasta que me descubrieron. De ese colegio me botaron y nunca lo lamenté. Fue la etapa más amarga. Tres años absurdos de los que no guardo ningún recuerdo bonito. Solo sé que ya mi abuela había muerto y parece que era por eso que yo no me concentraba en nada y reprobaba en matemáticas. Pero cuando en el tercer año me botaron y mi mamá consiguió cupo en otro colegio, los números se me dieron con facilidad. Y fue en esa etapa donde supe que jamás me dedicaría a la política y que estudiaría periodismo. Tenía 13 años y algunas cosas claras.

Ella, la maestra cuyo nombre no puedo recordar
La velocidad de la niñez y la sonrisa
Aún sigo buscando el mar y posando igual (pero al menos, sonrío a la cámara)
Y creo que aquí se resume todo mi desenfado

Mi rebeldía de niña se me fue calmando con los años. Cuando entré a la universidad a estudiar periodismo, fui incapaz de faltar a una clase. Solo dejé de ir un día en cinco años, porque desperté con fiebre y llovía y no tenía ganas de nada. Esos años fueron los más felices de mis estudios. Esos y los de mi primaria a brincos. Cuando terminé mi carrera, dije que no estudiaría más. Nunca mostré interés por ningún postgrado, ni por reuniones de grupo ni por más láminas de papel bond para exponer. Lancé el birrete al aire con la convicción de que ya era suficiente y que aprendería otras cosas, de otra manera, pero nunca más en un salón de clases. Desde entonces y como siempre, he sido muy fiel a mi misma. Altanera, al parecer.

Casi inmediatamente comencé a viajar sola, a recorrer otros mapas que me traerían justo al lugar desde donde escribo esto y creo que todo este repaso involuntario de mi memoria deja en evidencia algo: nunca estoy donde no quiero estar. Y es curioso porque en mis años actuales, ya a un paso de los 40, el apego me tiene detenida y siento que en cada ciudad que conozco, cada pueblo, cada mar, algo de mi se va liberando. Sobre todo, intento deslastrarme de pesos innecesarios.

Pero me ha costado.

Creo que ya no tengo esa naturalidad de niña que se va del colegio porque el timbre sonó a una hora inadecuada. O quizá sí, pero no con tanto desenfado. Menos mal que los boleros y que la clave de la salsa siguen estando allí, que el viaje me ha construido y enseñado los atajos, las salidas y los callejones oscuros de mi mapa. Que hoy, en medio de una soledad absurda que intentó derrumbarme, abrazo a esa niña que siempre ha sabido hacer lo que quiere. Y le hago más caso que nunca. Hoy, más que nunca.

Arte en el metro de Estocolmo

La capital sueca es costosa, hay que decirlo. Pero siempre se pueden encontrar buenos planes que no impliquen grandes gastos, así que si vas a viajar a Estocolmo puedes recorrer sus estaciones de metro y disfrutar de distintas creaciones artísticas y arquitectónicas en gran parte de ellas que las hacen más bonitas y curiosas. El subterráneo abarca casi 110 km y por eso dicen que alberga a «la galería de arte más larga del mundo». ¿Lo mejor? Que solo necesitas un ticket de metro para ir conectando entre las líneas. Un plan barato y muy colorido para hacer en la ciudad.

El metro de Estocolmo tiene 100 estaciones y al menos 90 de ellas están intervenidas por casi 150 artistas. Así que vamos a encontrar mucho color, figuras y relieves; todo es cuestión de saber hacia dónde mirar. Es posible que veas algunas en remodelación o exposiciones temporales y es que eso lo hace singular. Estamos hablando que muchas de las obras están ahí desde 1957, año en el que se comenzaron a pintar y ver de otra manera.

Tengo la buena -o mala- costumbre de no consultar mucho los mapas al viajar. Así que acepté la recomendación de comenzar por la T-Centralen -el núcleo central del metro de Estocolmo y la primera en tener una obra de arte- y de ahí espiar por los ventanales del vagón cada vez que llegaba a una nueva estación. Así que no recuerdo el orden de mi recorrido y ahora que lo escribo, tampoco los nombres de las estaciones en las que me detuve. Es lo que tiene el viajar conmigo: que soy un cúmulo de anotaciones sueltas en mi libreta que luego no sé encontrar a tiempo. Pero como quiero que ustedes vayan un poco más organizados, aquí les dejo un mapa con algunas de las estaciones importantes ya marcadas.

Puedes hacer visitas guiadas en inglés al metro de Estocolmo y durante hora y media de recorrido aprender de la historia y los artistas que han creado las obras en el subterráneo. Las llaman Art Walks y no necesitas hacer ninguna reservación, solo acercarte a la T-Centralen a las 3:00 pm los martes, jueves y sábados durante los meses de junio, julio y agosto. El resto del año, la guía es solo en sueco, los mismos días pero a las 3.30 pm. Estos tours son gratuitos: solo necesitas tu ticket de metro para poder entrar a la estación y comenzar a moverte desde allí.

Curiosidades sobre el arte en el metro de Estocolmo

1. Hay estaciones históricas, como Arsenalsgatan, en la que podrás ver vestigios arqueológicos con sus columnas y restos de edificios.

2. La línea verde fue construida en los años 50 y la mayoría de las estaciones están al aire libre. Es donde más se puede ver la «arquitectura de cuarto de baño», porque en las paredes abundan los mosaicos y azulejos.

3. Los azulejos siguieron siendo usados con los años, pero ya para dar un toque vintage a las obras y simular píxeles.

4. La línea roja se construyó en los años 60 y representó un cambio en la arquitectura y el arte fue adaptado a las estructuras.

5. En los años 70, los métodos de excavación evolucionaron y se aprovechó para darle a algunas estaciones la sensación de estar en medio de una cueva.

6. En los años 80 se construyeron cinco estaciones a las que se les conoce como «trompetas», pues tienen una única entrada bastante ancha y a medida que se va caminando, los pasillos se van haciendo más angostos.

7. En la década de los 90 se consolidó el arte en el metro de Estocolmo y la atención se ha mantenido hasta hoy en día.

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Puedes realizar este tour por el metro de Estocolmo con un guía en español. El recorrido dura 1 hora y 45 minutos y podrás saber la historia detrás de cada obra de arte.

Auschwitz-Birkenau: el campo del horror

«Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo» -George Santayana

Hay brisa y un poco de frío. Es primavera, mediados de abril y nada más al bajar del autobús, veo a grupos de adolescentes que parecen venir de distintos colegios. Conversan, ríen como si tal cosa. Esperan que los guías les digan dónde deben hacer la fila, se empujan, bromean, pero mantienen el orden y sin advertirlo, los demás estamos con ellos siguiendo una línea que se convierte en un embudo y que desemboca en una sala donde, minutos después, nos entregarán un número y una audio guía. Hablan en alemán, se les escucha también en francés, inglés y un idioma que no entiendo y supongo de inmediato que es polaco. Estamos en Oświęcim, a unos 43 km al oeste de Cracovia, para visitar Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio nazi en el que -según los registros- mataron a 1.100.000 personas en cámaras de gas desde 1940 hasta 1945, durante la II Guerra Mundial, porque los nazis consideraban que Alemania -y Europa en general- debía estar limpia de judíos, polacos, rusos, homosexuales, gitanos y más, para conservar la raza. 

Muestro mi ticket de entrada y el viento se lo lleva para estamparlo en la mochila de una muchacha que nunca se enteró del arrebato. ¿Será que no debo entrar? Sí, si debo. Había viajado a Polonia con el firme propósito de llegar a Auschwitz, porque solo eso le daría sentido a mi viaje. Ver de cerca el horror, saber que es real, me hace sentir que nos movemos de un lado a otro no solo por el afán de ver, sino también por la necesidad de contarlo, de no olvidar, de buscar respuestas a preguntas que ni siquiera sabemos que nos hacemos. Recupero mi ticket y lo guardo en el bolsillo; me entregan un aparato, prueban el sonido, me pongo los audífonos y del otro lado, como si de una radio mal sintonizada se tratara, escucho la voz de una mujer en inglés y la veo casi al frente de mi, diciéndonos que en menos de diez minutos comenzaremos. No sé cuántos somos, no sé cuántos grupos se forman a la vez, no sé cuántos van hablando en idiomas tan distintos al mío. Espero allí, en esa sala amplia, y todo se me nubla. Solo distingo a la mujer rubia que debo seguir, fijo mi mirada en ella. No hay nadie más, solo sus palabras, mi silencio y un campo de exterminio que estoy a punto de comenzar a recorrer. Respiro profundo. Estoy en Auschwitz. Estoy.

Arbeit macht frei («el trabajo os hará libres») se lee en la puerta de entrada que tanto he visto en documentales, en fotos sueltas. Paso tan rápido debajo de esas letras que no me da tiempo a sentir nada. Repito las palabras en voz alta, improviso una foto -muy mala, por cierto- y avanzo. Una vez pasado el umbral, solo me queda dejarme guiar, ver cómo los grupos entran y salen de los edificios, ser yo parte de uno de esos grupos que se mueven en silencio. Nadie camina más rápido que el otro, somos como una sinfonía desafinada, un violoncelo que siempre va tocando las notas más agudas y nos acelera los sentidos. Lo primero que pienso es que sino supiera bien cuál es el suelo que estoy pisando, que si me sacaran del contexto horroroso que estoy por ver; esas casas me parecerían una urbanización quieta, en la que los vecinos son incapaces de asomarse para saludar al otro. Pero esa imagen se me desbarata a medida que entro a esos espacios que fueron cárcel, estrategia, tortura, desolación.

Así son las calles en Auschwitz 1

El paredón de fusilamiento

Auschwitz 1 es la primera parte del campo donde había celdas de castigo, se hacían experimentos y fusilamientos; y también todos los manejos administrativos del exterminio y donde, incluso, vivían algunas familias de las SS (Schutzstaffel o “escuadras de protección»). De ahí a que, en apariencia, se vea tan organizado. Si bien ahora es un museo histórico y Patrimonio de la Humanidad por ser uno de los lugares con mayor simbolismo del Holocausto, y que tiene todo dispuesto para entender lo que allí se vivió, no deja de ser estremecedor. Birkenau o Auschwitz 2 es la segunda parte del campo, el lugar donde llegaban los trenes abarrotados de personas. Un terreno extenso que se pierde de vista, que alcanza al bosque, lleno de barracas y silencio. Fue construido un año después (1941) y era donde se hacían los exterminios en masa.

Camino con las manos en la espalda y con la mirada fija en nuestra guía. Los pabellones, de ladrillos rojos, tienen números blancos en sus fachadas. Entramos a algunos de ellos, en fila, siguiendo un orden impuesto que no nos atropella. Entonces entendemos de cifras: cuántos llegaban al campo, cómo les tatuaban el número en el brazo, cómo debían despojarse de sus pertenencias, de su cabello y aferrarse, nada más, a una braga de rayas. Hay fotografías, fichas de registro, fotos de oficiales, de víctimas. La mayoría de los judíos morían a los dos o tres meses de haber llegado. Otros, el mismo día, a la semana. Era casi imposible salir con vida de allí. Camino y soy incapaz de tomar notas; por eso hago algunas fotos para poder ver después y en detalle esos datos que olvido casi de inmediato; no sé recordar en números.

Algunos de los pabellones fueron vaciados para albergar las pertenencias de las víctimas y podemos pasar a verlas. La guía nos dice que si alguien quiere quedarse afuera y evitar el recorrido puede hacerlo, pero una vez adentro hay que seguir la fila. Nadie se retira. No soy capaz de calcular cuántos zapatos apilados veo en una primera sala que se me hace eterna. Montañas de zapatos de todos los tamaños. Luego van apareciendo lentes, cepillos, prótesis, termos, peines, maletas. Pero en un momento me detengo, las manos me tiemblan y me dan nauseas. Me pasa cuando entramos a la sala donde han recopilado el cabello que les cortaban al llegar y con el que luego hacían telas. Allí están almacenados 1950 kilos de cabello y es irónico que ese sea un dato que recuerde bien. Soy incapaz de alzar la cámara del teléfono, camino en silencio, bajo la mirada, dejo de escuchar hasta que tomo una bocanada de aire frío al salir de nuevo a la calle. Lo mismo me pasa cuando atravieso un pasillo lleno de fotografías de cada uno de los que llegaron a Auschwitz. Una foto retrato con su nombre, el número de identificación, fecha de entrada y fecha de muerte. Son fotos enmarcadas en las paredes de ese pasillo que también se me hace eterno y descubro que no puedo mirarlos a los ojos cuando advierto que algunos de ellos sonreían tímidamente. Me pregunto qué les pasaría por la cabeza, cuánta esperanza albergaban en ese momento que aún podían atisbar una sonrisa, o si era ya entrega y nada más.

Notas de sentencias a prisioneros judíos

En estas cápsulas venía el gas que utilizaban en las cámaras

El pasillo que no quiero mirar

El recorrido por Auschwitz 1 es de hora y media. Desde allí se debe tomar un shuttle gratuito para llegar a Birkenau que está a 3 kilómetros de distancia. Esperamos todos y la guía nos concede diez minutos de respiro, que yo invierto en tomar un jugo frío de naranja y comer un caramelo de cereza que me devolvió la energía al cuerpo. Al cabo de un rato, aparece la entrada del campo y allí estamos sobre los rieles del tren que tanta gente llevó a morir. Quizá esta imagen de Birkenau sea la que muchos tienen en su recordatorio reciente; esos rieles se han mostrado cientos de veces para contar la historia y caminamos sobre ellos, en dirección al bosque. 

Cuando los nazis se vieron atrapados, cuando el fin de la guerra era inminente, intentaron borrar cualquier pista del exterminio. Explotaron los crematorios, pero ahí quedaron las ruinas. Destruyeron las cámaras de gas, menos una porque no les dio tiempo y es a la que se puede entrar casi al final del recorrido: un espacio vacío de paredes grises que asfixian. Recibo con horror y detalle cómo era el proceso para hacinar a las víctimas, cómo entraban a esas cámaras unas 800 personas y morían en 20 minutos o cómo fue que lograron perfeccionar la técnica y luego podían matar a 2000 personas al mismo tiempo. A veces, tenían tantos cuerpos apilados que los crematorios de Birkenau no se daban a vasto y decidían hacer hogueras en el bosque para extinguir toda huella posible.

La única cámara de gas que no pudieron destruir

Y entonces, las barracas. El espacio donde debían dormir en triliteras de madera, con apenas un acceso breve de luz natural. Entramos y las miramos con detalle, pero cuando todos se van, yo me quedo, no me muevo. La voz de la guía sigue en mis oídos, sé bien a dónde tengo que ir, pero no me voy y no sé bien qué intento buscar, qué intento imaginar. La vista se me pierde entre los vacíos estrechos de esas suertes de camas, mientras escucho a la guía decir que durante las jornadas de trabajo no tenían permitido ir al baño y solo les daban 30 segundos al final de la jornada y el baño era una zanja que ellos mismos pasaban días cavando. Como era de esperarse, dice la guía, hacían sus necesidades encima de la ropa y como solo podían bañarse una vez a la semana, así dormían y las barracas eran focos de enfermedades, de muertes que ocurrían con pasmosa lentitud. Todo eso lo escucho sola en el mismo sitio del que soy incapaz de moverme, pero finalmente lo hago y recibo de nuevo una bocanada de aire frío que me espabila. Alcanzo al grupo, pero ya no escucho; solo atajo algunas ideas sueltas y sigo en silencio por al menos dos horas más recorriendo el campo.

Cuando la guía se despide de nosotros, cuando ya se le ha acabado toda la información para darnos, dice que podemos seguir a nuestro antojo; pero yo busco la salida casi de inmediato. Vuelvo a caminar sobre los rieles, subo al shuttle que me lleva de regreso a Auschwitz 1, encuentro rápido un autobús y me voy a Cracovia sin mirar atrás. Quiero dormir, es lo único en lo que pienso. Quiero dormir. 

PUNTO. Ir a un campo de exterminio se hace con todos los sentidos. No se va por curiosidad, sino por el afán de ver de cerca la historia y el horror, para poder contarlo y no olvidar. No lo visites si lo estás dudando, sino te sientes listo. Para mi era un viaje absolutamente necesario que había buscado desde hace mucho tiempo.

PUNTO Y APARTE. No importa si sabes lo que vas a ver, no importa cuánto hayas leído. Estar ahí es un bajón de energía innegable. Dormí catorce horas seguidas cuando volví a Cracovia y a los dos días fui a la orilla del río Vistula a sentir el agua en los pies para que se llevara mi pesadez y mis ganas de no hablar. Dio resultado. 

¿Cómo visitar Auschwitz sin un tour?
  • Si quieres ir a Auschwitz desde Cracovia, como fue mi caso, la mejor opción es hacerlo en bus. Toma en cuenta que el recorrido será de casi dos horas, por lo que debes calcular bien para llegar a tiempo a la estación central de autobuses, según la hora que tengas asignada tu visita al campo de concentración. Hay varias líneas de buses que cubren la ruta, pero la que te deja en la entrada es Lajkonik; así que debes tomar un bus con dirección a Oswiecim Muzeum/Auschwitz Muzeum y lo reconocerás porque tendrán el aviso al frente. Puedes comprar el ticket online o pagarlo en efectivo al subir al bus. Serán unos 4 USD$ ida y vuelta.
  • Antes de visitar Auschwitz debes reservar tu ticket de entrada en la página oficial del museo. Y hay dos opciones: puedes entrar gratis y sin un guía (aún así debes reservar el ticket sin costo alguno) en horarios muy específicos; casi siempre antes de las nueve de la mañana o después de las cinco de la tarde (toma en cuenta que el recorrido completo es de tres horas). O puedes pagar por un recorrido guiado (15 USD$) y los hay en diferentes idiomas dependiendo de la hora que decidas hacer la visita. Esta es la opción que recomiendo para que puedan tener la historia con certeza. Por la alta demanda de visitas, es mejor reservar tu ticket al menos 90 días antes del día que quieras ir. 
  • No está permitido consumir alimentos dentro de los campos, pero sí puedes hacerlo antes de entrar en una cafetería pequeña que está allí dispuesta. Pero es mejor llevar alguna merienda y tomar respiro entre un campo y otro.
  • El shuttle que conecta a Asuchwitz 1 con Birkenau es gratuito y sale cada 10 minutos. En temporada alta se tarda un poco más. 
  • Durante mis días en Cracovia, dormí algunas noches en el Avena Hotel, por si les da curiosidad.

Si no quieres complicarte mucho, también puedes hacer una excursión a Auschwitz-Birkenau con un guía en español y todo incluido, en la que no tendrás que preocuparte por nada más.

Dormir en el DREAM Hostel de Varsovia

Es la primera vez que estoy en Polonia y llego a su capital, Varsovia. Tenía muchas ganas de venir hasta acá, mucha inquietud histórica y por eso me esmeré en buscar algún sitio cómodo para dormir toda la semana que había planeado estar en la ciudad. Al principio, intenté hacer Couchsurfing, pero no me había dado cuenta que mi estadía coincidía con las celebraciones de Semana Santa, así que mucha gente saldría de viaje y rechazaron todas mis solicitudes. Entonces, me dediqué a buscar hostales y sin mucho revisar, me apareció éste que tenía todo lo que busco: buena ubicación, limpieza y espacio para trabajar (aquí les cuento cómo elegir un buen hostal) Así fue que llegué al DREAM Hostel de Varsovia

De verdad, lo primero que quiero resaltar es la ubicación: está a unos pasos del centro histórico de Varsovia. Es que sí, abres la puerta y miras a la izquierda y ahí están los edificios de colores, el principio de esos caminos que desembocan en calles estrechas. En esa misma calle hay sitios de comida típica polaca a distintos precios y está un lugarcito que amé donde venían baguettes a precios absurdamente económicos y que bien resolvían una cena. Varsovia es pequeña y se recorre fácil caminando, pero estar aquí y caminar con calma por el centro y saber que el hostal está ahí mismo para cuando el cansancio gane, me parece genial. 

El DREAM Hostel de Varsovia tiene cuatro pisos y es bastante amplio, cómodo. Si llegas antes de la hora del check in (2pm), puedes guardar tu equipaje sin costo alguno e irte por ahí a recorrer la ciudad hasta que todo esté listo. Cuando ingresas, te dan una tarjeta electrónica que te da acceso solamente al piso donde quede tu cuarto y, por su puesto a todas las áreas comunes. También te dan, si lo quieres, una llave para reguardar tus cosas en un locker y das un deposito de 10 zl (2,5USD$) que te devuelven al final de tu estadía. En el primer piso, donde está la recepción, hay computadoras que puedes usar las 24h, una bebida con bebidas y snacks para comprar y acceso a algunos cuartos. El segundo y tercer piso son completamente de habitaciones y en el cuarto está el DREAM Bar que se resume en un espacio muy agradable, lleno de mesas, sofás, pufs, juegos, frases coloridas. Allí está la cocina que puedes usar cuando quieras y también la lavandería (solo pagas 15zl, unos 3 USD$). Digamos que este es el sitio donde todos podemos compartir, ahí se desayuna, almuerza, cena, pasas el rato, ves televisión, lees, haces lo que te venga en gana y a partir de las 6pm se abre el bar hasta las 12am y aunque hay un poco de todo, lo que más venden es cerveza (5zl, 1,3USD$) y es lo más económico que van a conseguir por toda la zona, créanme. 

El desayuno en el DREAM Hostel de Varsovia no está incluido en el precio por noche, que es de 54 zl (15USD$) en promedio, en habitaciones compartidas (las hay de cuatro, seis y ocho y mientras más personas en el cuarto, más económico es) y de 193 zl (50USD$) en habitaciones dobles y privadas; pero puedes desayunar allí por 15 zl (4$) y elegir entre tres tipos: cereales, pan tostado, frutas, café y jugo, o mejor un baguette con mucho jamón, queso y otros embutidos, o el típico americano con huevos fritos, pan tostado, salchichas, también con café y jugo que puedes repetir todas las veces que quieras. También será lo más económico que conseguirán en la zona, porque está en pleno centro histórico, y vale la pena porque es completo. Claro, también pueden cocinar lo que ustedes quieran, muchos lo hacen. Yo fui feliz variando todos los desayunos allí y también los ratos que pasaba trabajando o leyendo en esta parte del hostal.

Aquí todos nos encontramos

Mi cama era una de las de abajo y dormí genial seis noches

Uno de mis desayunos calóricos

para poder trabajar con ganas

Ahora, las habitaciones. Yo me quedé durante seis noches en una habitación mixta para seis personas, pequeña, pero muy cómoda. Me tocó dormir en la parte de abajo de la litera y cada cama tiene -además de su propio locker en la base- espacio para organizar algunas cosas pequeñas, dos enchufes, una luz individual y cortina para cuando ya quieras dormir. Me parecen perfectas, tienes privacidad y además, el edredón que colocan es buenísimo, muy abrazable. Ya he contado antes porqué prefiero dormir en habitaciones mixtas y no solo de mujeres, y es porque me parece que las mujeres hacen mucho ruido y son muy desordenadas. En cambio los hombres, aunque ronquen, son más considerados en ese aspecto. No me condenen por eso. 

Pues nada, que si viajan a Varsovia ya saben que esta es una buena opción para dormir, que los hostales son lugares ideales para conocer gente y hacer amigos. Si nunca antes has pasado la noche en uno, pues aquí en el DREAM Hostel es una buena manera de comenzar. 

PARÉNTESIS. Quiero agradecer a todo el staff del hostal por ser tan amables y simpáticos. Todos intentaban decir algunas frases en español, en contestar cualquier duda. En especial quiero agradecer a Ula por irme a esperar al aeropuerto, por sus conversaciones y por esa noche en que resolvimos la cena haciendo arepas de reina pepiada antes de comenzar su turno. Fue lindo quedarme aquí. 

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Mi viaje por Varsovia

Cuando llegué a Varsovia me sucedió algo extraño: sentía que ya había estado allí. No sé en qué momento comencé a albergar la idea de que quería viajar hasta Polonia y como yo soy muy de capital, sabía que terminaría en Varsovia porque por algún lado tenía que comenzar. Llegué desde Estocolmo, una tarde fría y lluviosa de primavera, con dolor de garganta y la nariz congestionada. Ula, una muchacha polaca que no conocía, pero que me había escrito unos días antes por privado en Instagram, me fue a buscar al aeropuerto y pagó mi ticket de autobús a la ciudad porque yo no tenía efectivo polaco. Ula fue mi sorpresa agradecida en un país que pisaba por primera vez. Trabaja en el Dream Hostel Warsaw, el sitio donde me quedé todos los días que estuve en Varsovia y cuando supo que iba, se puso a la orden, en español. Yo pensé, claro, que estaba usando un traductor y le contesté en inglés, pero sus respuestas volvían en un español amable y cercano. Lo que yo no sabía en ese momento es que Ula, aunque es polaca, sabía bien cómo hablar español y que su novio es venezolano, así que después de nuestro primer abrazo ya la vaina había quedado clara.

La cosa es que cuando llegué a Varsovia me sucedió algo extraño. Ya lo dije: sentía que había estado allí. Dejé mis maletas en el hostal y Ula me explicó cómo llegar a una farmacia para buscar medicinas para mi malestar. Pero yo no la escuché bien y me fui abrigada y sin paraguas a caminar por esa lluvia de Varsovia que era suave, fría, breve. Para ese momento no tenía ningún mapa, no quería consultar Google Maps para no sacar las manos de los bolsillos de mi chaqueta verde. Todo era nublado y hermoso y yo caminaba derecho y cuando sentí que tenía que cruzar a la izquierda, crucé. Y cuando quise detenerme, me detuve, y ahí estaba la farmacia y yo sabía –y no sé cómo podía saberlo– que dos pasos más allá había un sitio de baguettes y no entendía, ni entiendo nada de polaco, pero sabía que no aceptaban efectivo y por eso no podía darme mi antojo de gripe de primavera. Pero en la farmacia me compré una caja de 60 pastillas de vitamina C -de las que aún me quedan siete porque las conté esta mañana (esta mañana de Caracas, donde estoy ahora)- y una cajita con 10 tecitos nocturnos, marca Vick. Cuando salí de allí, recordé que el museo de Fryderyk Chopin (es gratis los miércoles) no quedaba tan lejos y que dos calles más allá había una casa blanca en la que daban conciertos de piano todos los días a las cinco de la tarde. Solo cuando estaba llegando de nuevo al hostal caí en cuenta que no podía recordar algo que nunca había visto, pero aún así, allí cerca estaba el museo de Chopin y la casa blanca. El polaco es enredado y no voy a decir que lo entendía, porque nunca entendí nada, pero podía adivinar conversaciones ajenas. Así como adiviné a Chopin. Al museo fui unos días después y no salí contenta, salí triste, con el recuerdo de un solo piano de madera en el medio de una sala oscura que no me transmitió nada, pero ese es otro cuento que poco importa ahora. Bueno, ya que estamos, salí triste porque estudié piano desde muy pequeña, porque Chopin es una de mis referencias, porque Chopin es polaco y porque bueno, el museo no le hace honor. Según yo. Digo según yo porque no me interesan las pantallas interactivas, ni pasearme por las partituras que me sé casi de memoria. Yo quería ver, no sé, los zapaticos de Chopin cuando fue a clases el primer día. Pero no. Entonces recordé que la primera vez que fui a la casa de Betthoven en Bonn, Alemania (era el año 2001) me emocioné con sus pianitos, el olor a madera, sus bolígrafos, su olor a tinta. Y bueno, uno compara aunque no quiera y por eso el museo de Chopin me dejó triste. Este años volví a Bonn, a la casa de Betthoven y estaba cerrada por arreglos varios. Pero sigamos, intento hablar de Varsovia.

Esa primera caminata lluviosa

Una de las tres fotos que hice en el Museo de Chopin

Ula me dijo que podía llegar al barrio de Praga caminando, que era cerca. Que bajaba por el puente y llegaba. Y yo le hice caso y me fui, y creo que caminé cerca de 40 minutos. Ya no tenía gripe. El tecito de Vick me hizo dormir toda la noche y amanecí sin voz, pero como igual no hablaba mucho, poco importaba. Caminé y ya no llovía y me di cuenta que me quedé prendada de un pedacito de Varsovia que fotografié casi todos los días. Eran las mismas casas de colores, el mismo monumento alto e inmóvil en la Plaza del Castillo (el del rey Segismundo III Vasa, quien trasladó la capital de Cracovia a Varsovia), pero allí estaba yo, click que click a cualquier hora que pasara por el Stare Miasto, el centro histórico. Quería ir al barrio de Praga porque había leído que ahí estaban los únicos edificios que quedaron en pie durante la Segunda Guerra Mundial. Hagamos pausa. ¿Sabían que Varsovia quedó completamente destruida durante la guerra? La ciudad la reconstruyeron de nuevo gracias a fotografías y pinturas antiguas, sobre todo las de Bernardo Belloto. Y bueno, en Praga habían edificios que resistieron los bombardeos y gente que vive allí como si tal cosa. Yo quería ir a Praga y caminé por más de una hora. Me perdí, claro. Había puesto la dirección en Google Maps sin saber bien dónde estaban los edificios y me dejé llevar. Tanto, que llegué a una construcción y yo sabía que por ahí no era y salió un guardia y tocó un pito y yo dije algo en inglés que no sé que fue. Entonces, caminé hacia la izquierda porque bueno, a la derecha había monte y terminé en los patios internos de unos edificios muy nuevos, de unas oficinas. Es que yo soy muy perdida, a veces no sé cómo es que viajo sola. Pero entonces allá, por allá, había un edificio gris con ventanas que resguardaban antenas de Directv, pero también huellas de balas y yo seguí caminando derecho, ya casi rendida a encontrar esos edificios antiguos y quise una fruta y me detuve a comprarla y pasaron dos muchachas, cámaras guindadas al cuello y dijeron buildings y las perseguí. Casi dejo la fruta: una manzana, por irme detrás de ellas, pero coordiné y las perseguí sin prestar mucha atención al camino. Siempre trato de prestar atención al camino, por aquello de volver. Pero bueno. Ellas cruzaron en una esquina y yo con ellas y ahí estaba ese marrón añejado y sucio de los ladrillos, los edificios que gritaban pasado, con rejillas que sostenían sus esculturas viejas, los rastros dolorosos. Yo dejé que ellas avanzaran y me quedé en el portal de un edificio. Un señor me vio y me dijo en inglés que las estructuras eran originales, que podía pasar al patio. Y pasé. Lo que había era algo muy normal: cuatro edificios con un patio en común, con algún carro estacionado, un altar a la virgen o al papa Juan Pablo II. Pero yo comencé a temblar y a imaginar historias, a escuchar ruidos de balas en mi cabeza. Nadie se asomó mientras yo estuve allí, pero sentía la urgencia de salir como si algo más me estuviese esperando afuera. En esa calle estaban los edificios que habían quedado en pie durante la Segunda Guerra Mundial y yo de repente era un manijo de horror, me explico, un manijo de preguntas que no entienden de horror. Seguí caminando y me encontré al mismo señor que me había dicho que todo era original y pensé que era una aparición, una cosa repetida, pero esta vez me dijo que podía subir algunos pisos, que las puertas estaban abiertas. Y ahí estaban las muchachas que perseguí y luego abandoné. Estaban ahí, al borde de una ventana hablando en alemán, aunque cuando me vieron pasaron al Oh, my God y yo dije lo mismo también, como para seguir la conversa. Subí dos pisos, no pude más. Me agobié, lloré. Toqué la madera, vi con detenimiento los escalones y me imaginé a la gente escapando, tapándose los oídos, cerrando los ojos y yo no pude más. Me asomé por la ventana y luego salí al patio para buscar esa misma ventana e intentar verme a mí misma. Soy incapaz de pensar con exactitud el horror de la guerra, en la historia judía de Polonia y otro más vericuetos que se unen en mi cabeza. De repente no supe que hacía en el barrio de Praga y al mismo tiempo, sentía que tenía que verlo de cerca, que me estremeciera, que me cuestionara. Así mi viaje tendría sentido. En el barrio de Praga grabaron muchas escenas de la película “El Pianista”, de Roman Polanski, una historia que cuenta bien el alzamiento de Varsovia durante esos días de guerra.

La Plaza del Castillo y los colores que me atraparon

Se pueden ver las pinturas de Bernardo Belloto que se usaron como referencia para construir la ciudad

Cuando vi esto, ya sabía que estaba en el barrio de Praga

y mirar hacia arriba me estremecía

La ventana por la que elegí asomarme

Uno de los patios internos

y alguna fachada

No me perdí al volver, pero no quise caminar. Fui a esperar al tranvía y vi a un oso. Primera vez en mi vida que veía a un oso y no entendía porqué lo estaba viendo cerca de la estación del tranvía de Praga. Allí cerca está el zoológico y el oso es, cómo decirlo, como la atracción al aire libre, el gancho para que entres. A mí no me gustan los zoológicos, pero me quedé un rato viendo como el oso caminaba inquieto de un lado a otro, incómodo, y quise que nos comiera a todos, que saliera de allí. Pero tenía que seguir. Por eso fue que tomé el tranvía y volví a mis casas de colores al principio de la ciudad vieja, cerca del hostal, cerca de mis emociones, cerca del click de mi cámara que no cesaba cuando pasaba por allí. Yo no sé cuántas veces pasé por ahí y me quedaba frente al Palacio Real a ver a la gente pasar.

Hay otro día que recuerdo con exactitud en Varsovia. Comencé a caminar por la ciudad vieja y mis referencias eran bastante vagas: no he ido a la izquierda de la muralla, no he pasado más allá del toldo blanco de esa esquina. Soy incapaz de recordar los nombres de las calles o de anotarlos, no sé porqué. Mi memoria es fotográfica y dispersa. Pero llegué a la Plaza del Mercado, donde está una sirena en el medio de todo. Una de las plazas más importantes de Varsovia. Estaba vacía, con algunas personas sentadas en los bancos. Dos leían, dos mujeres, y otras más solo miraban hacia al frente. Estaba tan vacía que coloqué mi teléfono sobre los manubrios de un scootter y con el temporizador para hacerme una foto. No salió como me gustaría, pero está bien. Luego pasaron tres niñas y le pedí una foto a la más alta. Esa quedó mejor. La cosa es que no sé que tenía esa plaza vacía, rodeada de edificios de colores, que me hacía delirar de emoción y me dije que tenía que volver al final de la tarde. Volví casi todos los días que estuve en Varsovia y uno de ellos me senté en una de las mesas a tomar una cerveza y escribir en mi libreta. Es turístico, es más caro, pero no me importó. Me senté a espaldas de la sirena. Otro día volví y me perdí buscando la oficina de correos para enviar tres postales. Pero no me importaba perderme, la plaza siempre estaba allí y el ruido, y la gente y los turistas que se volvían pegajosos al atardecer porque los edificios brillaban. Miren, ahí está un restaurante de varias estrellas Michelin, no sé el nombre, no lo anoté, pero al lado y digamos, por todos lados, hay puesticos que venden helados y waffles llenos de crema y chocolate y chispas de colores. Y todos van caminando por las calles de Varsovia con eso o lo otro, o con alguna baguette llena de champiñones con queso y salami. Yo también. Yo caminé por las calles de Varsovia dando mordiscos a mis antojos, sin remordimiento. Ese día lo recuerdo bien: me comí un helado, me tomé una cerveza. No fue el mismo día que me perdí buscando la oficina de correo. Los mezclé, pero no importa.

Lo que sí importa es la sirena, que es el símbolo de Varsovia, empuñando su espada y escudo y que aparece por muchos lados de la ciudad, si van prestando atención. Alguien me contó la leyenda y es que habían dos sirenas, gemelas, navegando por el Mar Báltico, pero cuando llegaron a Gdansk decidieron separarse: una se fue a Copenhague, capital de Dinamarca, y la otra llegó a Varsovia nadando por el río Vístula y se enamoró de ese lugar hermoso que vio y decidió quedarse allí. Parece que su canto molestaba a algunos que intentaron sacarla del lugar, pero otros la defendieron y ganaron. Por eso ella se levanta para defender a la ciudad. La historia es más larga, pero es más o menos así y fui a las orillas del río para verla, allí donde está el puente Swietokrzyski y ahora que escribo esto, lamento un poco que ese día me haya ganado el cansancio y no me quedé a dar más vueltas por la ciudad moderna y entender que todo eso que se levanta tiene menos de 70 años. Qué impresionante Varsovia, la ciudad que se levantó (en todos los sentidos) Al mismo tiempo entiendo que mi curiosidad estaba en otros colores.

En serio vi a un oso

La Plaza del Mercado, llena de colores y con la sirena

Algunas cosas que veía ahí en la plaza

La sirena a orillas del río Vistula

Hubo un día en Varsovia que no me dejaron pasar por una calle porque estaban filmando una película ¡una película! Grabé un video de 33 segundos de ese momento. Se veía todo tan exacto, tan a los documentales que he visto: los niños jugando con una pelota desgastada, los guardias marchando, la hogaza de pan. Qué loco, pensé, estoy en Varsovia viendo cómo graban una película de los tiempos de la guerra. No me quedé mucho tiempo. No sabía a dónde quería ir, que cuando viajo sola todo se vuelve muy: me provoca a la derecha y ahora a la izquierda. Pero justo después de eso llegué a los linderos de la muralla y habían dos niños compartiendo un poco de agua. Estaban sentados en la muralla, muy sudados, mientras sus bicicletas reposaban en la pared. Me apoyé en un muro y les hice una foto y uno de ellos me miró y me saludó. Yo le devolví el saludo, la sonrisa cómplice. Me alzó el pulgar y yo también. Tenía lentes, yo también. Y nos reímos. Esa, justo esa, es mi foto preferida del viaje que hice por Europa durante tres meses. Fue su risa, la luz de la tarde, el sabor de mi chiclet, su sudor, su pulgar al aire, la muralla, el árbol de hojas rojas. Ese instante lo atesoro. Y miren que Polonia fue apenas el segundo país por el que pasé en tres meses. Y Varsovia la segunda ciudad que conocía en ese periplo. Pero esa foto, un solo click, se me grabó en los sentidos y permaneció al final de toda la travesía, varias ciudades después.

Esta es la foto

Otro día que recuerdo en Varsovia es cuando, por fin, caminé hacia el lado izquierdo de la muralla. Ya tenía diez días en la ciudad y me reproché no haber pasado por ahí antes. Todo merecía una foto: el mesero sirviendo con exactitud las copas de champaña, las campanadas de la iglesia, el sonido de los cascos de los caballos sobre el camino de piedras, el silencio entre los callejones, los arcos y las conversaciones ajenas en los banquitos apostados en la acera. Caminé a la izquierda, siempre a la izquierda y apareció una iglesia y entré. Por alguna razón que no sé, me gusta entrar a todas las iglesias que veo y me gusta ver el altar y hago anotaciones mentales que luego olvido. Pero miren, era Semana Santa y yo estaba en Varsovia y todo me daba más curiosidad de lo normal. Ese día me senté en un bar frente a otra iglesia que no era a la que entré y saqué mi libreta y pedí una cerveza. Me senté allí porque la cerveza de 1.5 litros era más barata que en cualquier otro lugar (¡apenas 4 zl! Como 1$) y bueno, debe ser por eso que se me instaló tan rápido en la cabeza y dibujé raro ese día. Porque a mí me gusta dibujar, pero ese día salieron garabatos. Los precios de ese lugar, Pod Samsonem, son generosos. Volví al día siguiente a almorzar, sin tomar cerveza y su menú es netamente polaco y judío. Y miren, esa iglesia, la del frente, resistió los bombardeos y se convirtió en una suerte de hospital durante la Segunda Guerra Mundial y cuando me estaba enterando de eso, llegó una procesión y tuve que apartarme para que llegaran tranquilos al altar. ¿Ya les dije que era Semana Santa, verdad? Por cierto, en esa misma calle está el museo de Marie Curie, al que nunca atiné a ir.

Hubo un día que caminé hasta el Palacio de Cultura y recuerdo que disfruté mucho esa caminata: pasé por parques muy verdes, por edificios altos, por calles anchas. Subí a ver la ciudad desde muy arriba (4$) y la vi llena de estructuras modernas y volví a llorar, porque a mi Varsovia me hizo llorar siempre y entre tantas casas, busqué en la lejanía el casco histórico y sentí que yo pertenecía más a eso que a otra cosa y que debe ser por eso que entendía el polaco solo cuando estaba allí (?) Debe ser por eso que un día antes de dejar Varsovia, como un acto melancólico de mi parte, subí a la torre más alta de la iglesia Santa Ana (1,50$), ahí empezando el casco histórico. Sí, subí 150 escalones y tuve una de las vistas más hermosas para ver mis casitas de colores. Me quedé un buen rato allí, dejándome llevar por la brisa, viendo cómo la gente se hacía fotos, cómo se detenían con asombro ante los colores, o a escuchar el saxofonista que sabía bien –o sabe– cómo colocarse frente al foco de luz para que su sombra se vea grandiosa en las paredes del Palacio Real.

No lo había mencionado, pero si algo me obsesionó en Varsovia era tratar de adivinar los límites del gueto. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi construyó un muro de 18 kilómetros y adentro confinaron a 400 mil judíos que murieron de hambre, de sed, de desidia, de horror en los campos de concentración. O allí mismo, sin ir muy lejos. Murieron de muerte. El horroroso Gueto de Varsovia. Entonces, en partes de la ciudad hay placas de concreto que recuerdan por dónde pasaba el muro y cada vez que yo veía alguna, no sé que sentía. Pasaba de un lado a otro, como si quisiera sentir alguna cosa. Me podía la rabia, la tristeza, la impotencia. Pero está bien que todo eso esté allí para recordarnos hasta donde puede llegar la maldad del ser humano. Entender el holocausto, no se trata solamente de conocer la historia judía en Polonia. Hay más: gitanos, polacos, políticos que murieron bajo el régimen nazi. Estuve en la ciudad el 19 de abril, día en que se conmemora el alzamiento del Gueto de Varsovia (1943), el día en que un grupo de judíos muy mal armados se enfrentaron a más de dos mil oficiales nazis que tenían la orden de pasar el muro y matarlos. Ese día en la ciudad fue increíble: cientos de jóvenes repartían flores amarillas de cartón que, gentilmente, te ponían a la altura del pecho y que decían: remembering together (recordando juntos).

Adoré caminar por aquí cuando, por fin, decidí ir a la izquierda de la muralla

para encontrarme con estas vistas

Este es el Palacio de la Cultura de Varsovia

y así se ve la ciudad desde allá arriba

Moderna, altiva, impresionante

pero así se ve desde la torre de la iglesia, en el centro histórico

llena de una luz que me cautiva

Placas que marcan el camino donde estaba el muro del Gueto de Varsovia

Mi último día en Varsovia fue tristealegre. No quería irme de allí y tenía ya un ticket de bus que me llevaría a Cracovia, otra ciudad de Polonia que, me habían asegurado, me gustaría más que Varsovia. Los juicios siempre son extraños. Pero me parece que para terminar de relatar mi paso por la ciudad, debo contarles que estuve casi seis horas en el Museo de la Historia de los Judíos Polacos (Polin) y apenas comencé a recorrerlo (es gratis los jueves), recibí la mayor de las contundencias cuando me vi entre placas que semejaban un bosque espeso y oscuro. Cuenta una leyenda judía que cuando ellos estaban buscando un lugar seguro para vivir, cayó del cielo un papel que decía: “id al país de Polania”. Y así decidieron ir hasta esa región, que en hebreo llamaron Polin, es decir, “descansa aquí”.

Aquí.

¿Qué mas hice en Varsovia?
  • Comí una porción generosa de costillas de cerdo, con vegetales y salsa de romero, servida sobre repollo agrio (8$). Un plato típico de Polonia que probé en el restaurante Zapiecek. Hay varios por Varsovia.
  • No entré más a un restaurante y mi comida fue más de puesticos callejeros. Me volví fan de la Zapiekanka: un baguette tostado, con champiñones, queso y alguna salsa. Las hay de muchos tipos y son muy baratas (2$). También probé los Pierogi (2$), una empanada típica que se puede comer hervida o frita y que tiene variedad de rellenos. Mis favoritos eran de camarones o los de champiñones.
  • Comí helados de vainilla con chocolate y waffles con mucha crema que se me resbalaba mientras caminaba (1,5$).
  • Busqué los rastros judíos en la ciudad, pedacitos de historia que aún se mantuvieran en pie. Así llegué a la calle Prozna, la única del antiguo Gueto de Varsovia que mantiene parte de sus edificaciones originales. Ya comenté que me obsesionaba buscar por dónde pasaba el muro.
  • La cerveza que más me gustó fue la Lomza. Procuré tomar una cada día (1,5$)
  • Tomé dos veces el tranvía y solo un bus para llegar del aeropuerto a la ciudad. De resto, solo caminé muchísimo. Los tickets del transporte se compran por horas (resulta buenísimo y económico) y también los pueden comprar por un día o tres.
  • Visité el Museo del Alzamiento de Varsovia. Tómense su tiempo, allí también pasé casi seis horas. Los domingos la entrada es libre y vale muchísimo la pena para entender la historia de la ciudad. Es estremecedor.
  • Me divertía buscando figuras de sirenas por Varsovia.
  • Me senté en los banquitos que tienen música de Chopin y a todos les di play varias veces.
  • Me quedé por casi media hora sentada frente al Monumento del Alzamiento de Varsovia. Allí terminan muchos de los tours que dan por la ciudad. Intenté escuchar cualquier cosa que contaran en los diferentes grupos. No se me grabó nada.
  • Como el ambiente cambiaba los fines de semana, me quedaba mucho rato escuchando música en la calle, de cualquier tipo.
  • Hice arepas de Reina Pepiada en el hostal y Ula me ayudó a prepararlas.
  • Dormí todas las noches en el Dream Hostel Warsaw. Ya lo había dicho, pero por si acaso.

Una de esas tardes de escritura y cerveza

Las costillas de cerdo sobre repollo agrio, son típicas en Polonia

Detalles de la calle Prozna, ¿ven las esculturas al lado de la puerta?

Mi reflejo y yo en el Museo de la Historia Judía

Un pedacito del Museo del Alzamiento de Varsovia

En otro lado de la ciudad está el monumento al Alzamiento de Varsovia

Colores frente al Palacio Real

El parque que abrigaba mis caminatas de tarde

Mi vista cada vez que volvía al hostal

La bonitura de la noche

Restaurantes típicos con fachadas cuchis

y mi Zapiekanka favorita: champiñones y salami (le quité el queso)

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Si prefieres hacer un free tour por Varsovia, con un guía en español, puedes reservarlo desde aquí. Con él, seguro no te pierdes tanto como yo y siempre valdrá la pena. 

¿Cómo elegir un buen hostal?

La primera vez que me quedé en un hostal fue en el 2012, en un viaje a Río de Janeiro (lo conté aquí). Recuerdo mi versión de ese año y me veo haciendo muchas preguntas, buscando sin saber bien qué buscar o qué esperar. Sabía que alojarme en un hostal era algo bueno, distinto, pero como tiendo a estar sola y tranquila, no sabía si me iba a adaptar. A veces puedo hablar muchísimo, pero otras prefiero estar callada, así que no sabía muy bien cómo iría todo. Desde ese instante hasta ahora, mi manera de ver los hostales ha cambiado y puedo decir que hoy en día es mi mejor opción para cuando estoy viajando (aquí cuento otras). Claro que hay momentos en que quiero tener mi propio espacio, más allá de una cama, colgar mi ropa o no estar guardando todo cada noche, o cada mañana. Pero me parece una experiencia única que sé aún muchos no se atreven a vivir y es por eso que escribo esto, para tratar de despejar todas las dudas sobre cómo elegir un buen hostal, sobre todo, si es la primera vez que van a dormir en uno.

Así que vamos a empezar de cero.

 ¿Qué es un hostal?

Es un tipo de hospedaje que suele ser más económico que pagar un hotel y en el que compartes espacios con otros viajeros. Sí, vas a dormir en un cuarto con cuatro, seis, ocho, diez o doce personas (hay hostales que comparten incluso habitaciones de 18 o 20 camas) que pueden ser mixtos, solo para mujeres o solo para hombres. Los baños y la cocina también son de uso común, al igual que el resto de las áreas. La mayoría de los hostales ofrecen también habitaciones privadas, con baño, por si deseas tener más intimidad. Es una buena manera de conocer a otras personas que están viajando como tú.

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¿Cómo funciona un hostal?

Como ya dije, la idea es compartir un espacio con otros viajeros. Así que reservas una cama (generalmente son literas) por la cantidad de noches que necesites. Mientras más personas compartiendo la habitación, más económico es el precio que vas a pagar. Luego, están las habitaciones privadas que suelen ser de dos, tres o cuatro personas con un baño. El precio es más costoso, pero todo depende de tu gusto. Debes saber que si eliges la habitación privada, igual compartirás con los demás el resto de las áreas. Cada hostal tiene sus propias reglas y los hay desde los más sencillos, hasta los más producidos, pero normalmente por el precio que estás pagando tienes derecho a: tu cama, un locker para guardar tus pertenencias, la cocina (donde puedes guardar tus alimentos etiquetados y cocinar), wifi y uso de las áreas. Dependiendo del hostal que elijas, también puedes tener: desayunos (a veces incluido, otros por un precio adicional), cenas (casi siempre se paga aparte), bar, sala de juegos, televisión, café, agua y jugos todo el día, etc En muchos se organizan clases de cualquier tipo: yoga, salsa, tango, meditación. Todo va a depender de la ciudad a la que estés viajando y las opciones que cada hostal pueda ofrecer.

Debes ser flexible para alojarte en un hostal: saber que dormirás con otros y quizá haya algo de ruido, que no podrás darte duchas largas para que otros también puedan usar el baño y sobre todo, debes tener ganas de compartir porque muchos estarán dispuestos a iniciar alguna conversación

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¿Dónde buscar alojamiento en un hostal? 

Hay varias plataformas para esto. Yo siempre utilizo Hostelworld, porque me parece que la búsqueda es mucho más amable y ordenada (no les hago ningún tipo de publicidad por mencionarlos, es que me va muy bien con ellos). Aquí pueden leer toda la info del hostal: qué ofrecen, sus reglas, ver precios, fotos, cómo llegar, etc y reservar pagando apenas un mínimo importe y luego, la diferencia, cuando lleguen al lugar bien sea con tarjeta de débito/crédito o efectivo. Me gusta hacer mi búsqueda aquí y luego, revisar la misma info en Trip Advisor, sobre todo para leer las reseñas, ver fotos tomadas por los mismos viajeros y así me hago una idea más completa. Ya verán porqué.

Ahora, ¿cómo elegir un buen hostal? 

La elección de un hostal es bastante personal, cada quien decide qué hacer con su presupuesto y su comodidad. Hay hostales MUY económicos y otros que hasta podrían superar el precio, por noche, de algún hotel barato. Así que todo será cuestión de hacer balance en lo que estás buscando. Digamos que entraste a la página a buscar un hostal, colocaste la ciudad, tus fechas de viaje y se desplegó una lista de sitios. Hay varios factores a tomar en cuenta para hacer una buena elección y los voy a colocar en el orden en el que yo les doy importancia:

Buenas reseñas. Es importante leer un poco qué dicen otros viajeros sobre su estadía en el lugar. Si bien cada viajero es un mundo, uno se puede hacer una idea de cómo es el ambiente, la ubicación, qué dicen de las instalaciones, qué tal la limpieza, el trato del staff, etc. Leo las reseñas buenas y las malas del lugar que me llame la atención y lo hago desde Hostelworld, Booking y Trip Advisor. Sí, la loca que lee todo. Si el hostal tiene una buena puntuación, paso a considerarlo inmediatamente entre mis posibilidades.

Precio. Dependiendo de la ciudad que visites, los precios van a variar. En Europa del Este, por ejemplo, suelen ser un poco más económicos que el resto del continente y puedes conseguir noches en buenos lugares por 10$ y 15$ en adelante, que está muy bien. Pero en el resto de Europa, los precios comienzan en 20$ y 30$ más o menos. En Estados Unidos, arrancan en los 20$ como promedio y en Suramérica entre los 10$ y 12$. Entiendo que en Asia es absurdamente económico el precio, por noche. Eso es para que tengan una idea. Que pagues más no significa necesariamente que estás optando por el mejor, por eso hay que leer bien las reseñas, lo que te ofrecen y hacer balance.

Limpieza. A mi me da muy lo mismo compartir cuartos y baños, me parece genial. Pero lo mínimo que espero del sitio es que sea limpio y eso me hace sentir cómoda (¿a quién no?) Esa es una deducción que se puede sacar fácilmente por las reseñas. Aquí quizá importaría revisar cuántos baños tiene el hostal, porque a veces es muy bueno, pero tiene solo uno o dos disponibles y eso incide directamente en la limpieza. Uno de los hostales que más me gustó porque tenía un montón de baños y nunca tenías que esperar para utilizarlos, está en Chicago. Lo amo.

Ambiente. Hay hostales de todo tipo: grandes, pequeños, tranquilos, de fiesta, etc. Cada quien busca el que mejor se adapte a la personalidad. A mi me gustan los que son tranquilos, que tengan buena vibra, pero que –por ejemplo- tengan un horario del bar y sabes que hasta la medianoche habrá ruido y que después todo el mundo se tiene que portar bien. Me gusta también que el ambiente en general sea agradable por si paso allí el día entero, trabajando por ejemplo. En Bogotá, Memphis y New Orleans he tenido buenas experiencias.

Áreas comunes. Si el hostal tiene espacios en los que me pueda sentar con mi computadora a trabajar, pues perfecto. Los que son más grandes, suelen tener área de bar, con mesitas que se pueden usar en el día para trabajar perfectamente. O quizá un área llena de sofás para tal fin. Cada vez más, hay hostales que cuidan estas zonas de trabajo y para mí, que viajo y escribo en el camino, esta parte es importante. Igual, todo es cuestión de adaptación. En Cracovia me quedé dos noches en un hostal que solo tenía tres cuartos para seis personas cada uno; tres baños y tres sillas en la cocina. Nada más. Pero eso sí, muy limpio y se dormía bien, sin mayores pretensiones (y por 8$ la noche)

Ubicación. Hay hostales que cumplen con todas las cosas que me gustan, pero que están muy lejos del centro de la ciudad o de maneras de conectar con la vida. Si es así, los descarto. Está bien quedarse en un hostal que tenga fácil acceso al transporte público para moverse de un lado a otro y así uno está más cerca de todo lo que hay por ver en la ciudad. Si está muy lejos, implica más gastos en transporte y eso a veces, puede ser un fastidio. Me gustan más los hostales desde lo que puedo llegar caminando a un montón de lugares.

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Consejos para alojarte en un hostal por primera vez
  • Quizá sea bueno alojarte en un cuarto compartido pequeño, de cuatro a seis personas para que no sea invasivo a la falta de costumbre. A mí me gustan los cuartos mixtos, pero puedes elegirlos solo de mujeres o solo de hombres, según sea el caso.
  • Ten siempre un candado para que resguardes tus pertenencias. La mayoría de los hostales lo ofrecen ahora, pagando un depósito que te devuelven al final de la estadía, pero no está de más llevar uno propio. Por si acaso. Vas a ver que en muchos te ofrecen toallas, pantuflas, lavandería, tapones para los oídos y más cositas, por algún pago extra que nunca es alto.
  • Si sientes que te cuesta MUCHÍSIMO compartir tus espacios, quizá no sea buena idea alojarte en un hostal porque te vas a sentir incómodo. No te forces, hazlo cuando te sientas listo, sabiendo que vas a beneficiar a tu bolsillo y sumarás experiencia viajera.
  • Sé flexible, conversa. Aunque todos necesitamos instantes de soledad, la idea de dormir en un hostal no es solo para ahorrar en hospedaje, sino porque también puedes llegar a conocer a gente maravillosa que está viajando por el mundo. De esas conversaciones de hostal, me he quedado con buenos amigos.
  • Disfrútalo, tendrás algo nuevo que contar después.

Como ven, cómo elegir un buen hostal es una decisión bastante personal. Pero espero que esto les ayude a aclarar un poco las dudas y los deje con ganas de intentarlo. ¡Vale muchísimo la pena! Otra cosa, recuerda que siempre será mejor movernos por ahí con un buen seguro de viajes. Si utilizas el código viajaelmundo en este enlace, tendrás un 5% de descuento con Assist 365 en cualquier cobertura que elijas. ¡Buen viaje!