Recuerdo bien la primera vez que fui a Nueva York. La invitación me llegó dos días antes a mi correo de trabajo de aquél entonces y hablaba de la cobertura del Fashion Week durante un fin de semana de febrero. Era, desde cualquier ángulo posible, el viaje perfecto: no pagaría nada, estaría rodeada de moda y conocería una ciudad que, sin verla, ya me seducía.
Hacer el equipaje resultó ser toda una improvisación. Era el Fashion Week y tenía que verme bien. En la maleta entró todo lo necesario y todo lo que no, y dejé en mi morral lo inevitable: los guantes -porque hacía frío-, la cámara, mi iPod, un libro, mis chiclets, dos revistas, el dinero, mis documentos, la dirección del hotel y el nombre de la persona que me estaría esperando en el lobby a una hora precisa. Nada más.
Estar en el aeropuerto se me da con facilidad. Nunca creo que mi vuelo se va a retrasar. Más bien me preocupa no dejar nada olvidado en la máquina después de quitarme los zapatos para el registro y luego, quién se va a sentar a mí lado, porque cuando se te sienta alguien al lado lo hacen primero sus manías y después la persona. No sufro de algún síndrome viajero, no le temo a las alturas y manejo bien las turbulencias. En fin, aunque era mi primera vez en Nueva York todo parecía que se iba a dar sin inconvenientes.
En el Central Park, otro viaje, invierno parecido
Pero no. En pleno vuelo y después de ver algunas escenas de “The Devil Wears Prada” caí en cuenta: “¡Voy a Nueva York! Tan de edificios altos, tan de gente apurada, tan de líneas de metro que parecen un laberinto. ¡y hablan inglés! Que yo lo hablo, pero vamos, seguro lo hablan más rápido y a mí siempre se me olvidan las palabras, que hace tiempo que no voy a ninguna clase de inglés ¿Y si no consigo el hotel? ¿Y si el taxista no me entiende? Voy a llegar de noche ¿Y si me lleva a otro sitio? En las películas, Nueva York es de callejones oscuros y yo voy a llegar sola, de noche, a un callejón oscuro y alto”. Nueva York me asustó sin verla, me intimidó de sólo imaginarla.
Tres horas después, aterrizamos. Eran cerca de las ocho de la noche y sobreviví a todo el proceso de entrada al país. Entendían mi inglés, buena señal. Y, sin darme cuenta, ya estaba parada frente a la correa que traería mi equipaje, con una confianza propia de quien ha ido a Nueva York varias veces y que sólo está ahí esperando, para luego irse a casa o a un hotel a buscar algo caliente que comer y sentarse frente al televisor a hacer zapping hasta quedarse dormido. Nueva York me estaba sonriendo, ya no era tan oscura.
Pero esperé mi maleta por dos horas hasta que entendí que no iba a llegar y hasta que agoté todas las respuestas del guardia de seguridad. Me fui a buscar taxi con un papel en la mano que me indicaba un número al que llamar para saber a qué hora del día siguiente llegaría mi equipaje, pero sin conocer a ciencia cierta si se había quedado en Miami o lo habían enviado a Atlanta. En todo caso, mi maleta no estaría conmigo para mi primera cita a las diez de la mañana del día siguiente y me iba a tocar enfrentar al fastuoso Fashion Week con mi blue jean desteñido, mis Converse y mi chaqueta para el frío.
En el Central Park
Y así fue. El dinero que tenía era justo para resolver alguna emergencia o dos, pero no para comprar ropa en Nueva York; así que entré con desenfado a la pasarela de Ralph Lauren y mis Converse no desentonaron para nada con un suéter tejido de Bob Esponja que alguien lucía en primera fila. Yo le comencé a sonreír a Nueva York y todo comenzó a ser distinto.
Cada momento libre que tenía, lo utilizaba siempre en caminar calle arriba. Subía por una acera, bajaba por la otra. Hacía notas mentales de lo que veía y revisaba el mapa al llegar al hotel. Me hospedaron justo al lado de la 5ta Avenida, frente al Central Park, de ahí a que esos sean mis recuerdos más inmediatos porque sé bien por dónde caminé.
Mi equipaje llegó al hotel el mismo día que volvía a Caracas y desde esa vez, el único mal de aeropuerto que tengo es el esperar frente a la correa que mi maleta aparezca. Nueva York ya no me asusta, descubrí que está ahí para caminarla con jeans desteñidos y Converse y que volvería tiempo después para recorrerla justo así, con el desenfado propio de sus calles.
La escultura Flamingo, de Alexander Calder, dándole color a Chicago
¿A ustedes les pasa? Que el frío les nuble un poco los pensamientos, les recorte las palabras. A mí sí, a veces, cuando se me queda atrapado en el ceño y me hace doler la cabeza; cuando se me queda en la punta de los dedos y tengo que darles calor porque no puedo teclear, mucho menos tomar un lápiz. Me gusta el frío, pero a veces me juega malas pasadas, me deja sin coherencia. En algún momento publiqué esta foto y decía que no entendía bien cómo siendo tan del Caribe, me sintiera atraída por los inviernos en otras ciudades.
Lo recuerdo ahora viendo algunas fotos de Chicago. Que se me olviden algunas palabras, me refiero. Sé que estaba en el Millenium Park, a punto de terminar un recorrido gratuito de dos horas por la ciudad. Nos habíamos conseguido con el guía en el teatro principal y de allí, salimos un grupo de doce personas -creo- a perdernos por algunas calles. Hacían unos dos grados posiblemente, quizá un poco más, pero así se sentía y todos íbamos bajo la mejor chaqueta que tuviésemos a mano. Me hubiera gustado usar guantes, pero era un lío mover las funciones de la cámara cada vez que quisiese hacer una foto, así que podía aguantar. Estaba previsto que al final del paseo, cada quien le daría al guía un aporte, el que se quisiera.
Pero me estoy desviando. Estaba en el Millenium Park, a punto de terminar el recorrido cuando ¡oh, sorpresa! mi teléfono se conectó solo a la red wifi del parque y lo supe porque comencé a recibir una serie de notificaciones de mis amigos, de mi mamá, de no sé quién más, avisándome de una medida gubernamental que se estaba tomando en mi país en ese momento y que, para resumir mucho el cuento, me dejaría con muy poco dinero para el mes y medio de viaje que tenía por delante. Lo leí todo muy rápidamente, mientras que escuchaba a lo lejos, como si estuviera en otro país, al guía diciendo cosas totalmente incomprensibles para mí. In the middle of the park, wachiwachi wachiwachi wachiwachi because wachi wachi in 1898. ¿Ah? Y lo peor es que me miraba fijamente, mientras yo pensaba en que tenía que cruzar la calle, conseguir un cajero automático y retirar 200$ antes de que me bloquearan la tarjeta. So, what do you think, honey? ¿Honey soy yo? Ehhh, beautiful, beautiful, yes, yes.
J sabía contar todo con mucho entusiasmoEn el Millenium Park, antes de salir corriendoUna vez, en Nueva York, tampoco entendía lo que me decían
El frío y la urgencia me borraron las palabras. De repente, solo me sabía tres: cajero, retirar, ya. Y en español, porque el inglés se me había ido con el viento de la ciudad. Mientras el guía me seguía mirando y me contaba parte de una historia que nunca llegué a entender, mi mente funcionaba a otra velocidad, me dio escalofríos, más frío y de repente, ahí estaba J -el guía- extendiendo la mano y yo Oh, Thank you! Y él con cara de «algo falta y está en tu bolsillo» y yo, what? yes! beautiful, thank you, thank you, really thank you! Hasta que lo entendí: el recorrido había terminado y todos estaban dando su contribución a J, que esperaba por mí: Of course, you’re right, beautiful this…you know.. city, really, you know. El frío se alojó en esa parte de mi cerebro donde se almacena el inglés y lo congeló. Entonces, le sonreí a J, le extendí un billete, nos reímos no sé de qué y le pregunté -no sé cómo- sobre cómo llegar a tampoco ya recuerdo dónde, pero lo cierto es que crucé la calle y me fui porque el ATM, porque el cash, porque hurry.
Chicago, you don’t understandmi locura. Yo no entiendo tu frío ni tus palabras rápidas que me cuentan monumentos. Qué pena con J, ahora que lo pienso. No supo que disfruté y entendí mucho sus cuentos hasta que miré el teléfono y dejé que el frío me ganara. Quizá, la próxima vez que se me antoje recorrer algún lugar en pleno invierno, me tocará tomar algunas clases de inglés o asegurarme de que el guía también entienda el español. Eso sí, solo espero que no me lleguen noticias que me pongan a correr como gente loca por una ciudad que no es la mía.
PARÉNTESIS. La empresa que hace paseos gratuitos por varias ciudades del mundo, se llama Free Tours by Foot. Gente con mucho entusiasmo de contar cosas sobre los lugares donde viven. Solo tienen que dar un aporte -el que puedan- al final de cada recorrido.
Confieso que cuando voy a viajar, no soy de las que se dejan llevar por itinerarios y mapas. Los primeros no los soporto y los segundos, admito que no los sé leer, y asumo con honestidad que me voy a perder de todas maneras. De hecho, creo que perderse puede ser una de las experiencias más maravillosas de un viaje, porque es seguro que te encuentras con tesoros que no incluyen las guías turísticas.
Esto nos ocurrió a mi esposo y a mí en Creta, quizá la menos “popular” de las Islas Griegas, que afortunadamente se ve opacada por el glamour de Mykonos o el encanto de Santorini. ¿Por qué “afortunadamente”? Porque se muestra discreta, honesta, humilde y encantadora con sus visitantes, pese a ser la cuna de la civilización minoica, matriz de la cultura helénica y todo lo que conocemos en los libros de historia como Grecia. Como si esto fuera poca cosa, esta isla también perteneció a Venecia en la edad media, fue conquistada por el Imperio Otomano en el siglo XVII y se dio el lujo de resistirse y vencer al ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial, una hazaña de la que los cretenses se sienten muy orgullosos.
Así que les invito a tomarse un chupito de Raki para continuar con esta aventura griega.
Heraklion
Heraklion. La capital de Creta se presenta caótica y desordenada a primera vista. Sus calles son un laberinto de callejuelas y comercios en donde hay que sortear motos y vehículos, que se ven minimizados ante la generosidad del cretense y sus deliciosos helados de yogurt, que caen de maravilla en las calurosas tardes de verano.
Sin embargo y pese a ser una ciudad muy pequeña, Heraklion presume de tener dos caras. Al caer el sol, el caos diurno se convierte en Cenicienta, ya que en las noches esta capital se ve envuelta por la vida de encantadores lugares llenos amiente para comer y beber. Dos cosas que no suponen un dilema si eres de buen paladar. Toda la gastronomía griega y cretense es deliciosa, en especial si te gusta, el cordero y las ensaladas.
Uno de los mayores atractivos de Heraklion es su puerto, gracias a que conserva intactas su arquitectura en tiempos de la República de Venecia. Su fortaleza Rocca Al Mare, se mantiene hermosa, longeva y vigilante; dando la bienvenida a los barcos que llegan al puerto y abrazando cariñosamente a las humildes embarcaciones de los pescadores que cada mañana salen a faenar, trayendo en sus redes pescado fresco y enormes esponjas de mar.
Otro reclamo turístico y obligatorio de la capital es el Museo Arqueológico de Heraclión, que engaña con su arquitectura sencilla y minimalista, pero que resulta una delicia visitar, ya que posee un enorme catálogo de verdaderos tesoros arqueológicos, muy bien descritos y clasificados.
HeraklionCnosos
Cnosos. En esta localidad yace el Palacio de Cnosos, una de las estructuras arqueológicas más enigmáticas y mejor conservadas de Grecia. Es aquí en donde se erige una de las mayores leyendas de la mitología griega e incluso de “infidelidad” en el mundo antiguo: El Minotauro.
Esta inquietante criatura, mitad toro, mitad hombre, que sólo comía carne humana, fue el castigo que le propinó Poseidón al hijo de Zeus y Europa, Minos, al no cumplir su promesa de matar a un toro blanco que el dios de los mares creó para que fuera sacrificado en su nombre, a fin de que Minos sucediera al rey Asterión en el reino de Creta. Razón por la cual, Poseidón hizo que la esposa de Minos, Pasífae, se enamorase irracionalmente del hermoso animal y tuviera un affair del que nació el Minotauro, cuyos gustos gastronómicos (hay que recordar que era antropófago) obligaron al hijo de Zeus y Europa a encerrarle en un laberinto del que no podía escapar y que curiosamente aún se conserva en el Palacio de Cnosos.
Este fascinante complejo arqueológico de 17.000 m2, que aún mantiene intactas sus pinturas y el granate y negro de sus características columnas, es un monumento en toda regla al Minotauro Asterión y a su inquietante leyenda.
CnososÁgios Nikolaos
Ágios Nikolaos. Los cretenses y turistas que visitan la isla, ven en este pequeño pueblo situado al Este de Heraklion, una especie de mini Venecia con las bondades del cálido clima mediterráneo.
Pese a ser muy turística Ágios Nikolaos no abruma a sus visitantes, más bien todo lo contrario. Se muestra acogedora y fotogénica cuando se transita por su paseo marítimo, lleno de restaurantes y cafés para comer. Un recorrido que te lleva por los alrededores de su peculiar laguna verde esmeralda de agua salada, que según escuché, se cree que es una de las más profundas de Europa.
Además de la buena comida y del popular café Freddo, que se puede disfrutar por toda Creta a precios muy competitivos, otro de los puntos fuertes de la isla es la cosmética natural y Ágios Nikolaos, a parte de sostenerse gracias a los turistas, es una de las paradas obligadas en lo que a productos de belleza a base de aceite de oliva se refiere. Es difícil, por decir que casi imposible, no salir de este adorable pueblo, sin una bolsa con alguno de sus maravillosos jabones, cremas o mascarillas 100% naturales y fabricados en la zona.
Ágios NikolaosMatala
Matala. A finales de los 60s y principio de los 70s, esta localidad situada al sur de Creta se convirtió en el destino favorito de los hippies, que se fueron a habitar por largas temporadas las características cuevas que adornan su costa. Artistas de la talla del Beatles George Harrison, Janice Joplin, Bob Dylan, Joan Baez o Joni Mitchell, cuya canción “Carey” es dedicada a este paraíso cretense, no pudieron resistirse a la tentación de reconectarse con la naturaleza y volver a los orígenes del hombre de las cavernas.
Sin embargo Matala y su idilio con los “cavern-hippies” no duraría toda la vida. Su denudes y libertinaje fue demasiado para los lugareños, que terminaron expulsándolos de sus playas. Pero ello no supuso el fin de la cultura del “Peace, Man”.
Hasta el día de hoy este adorable pueblo costero, que se mantiene fiel a la colorida e ingenua estética de sus “colonizadores”, continúa recibiendo con los brazos abiertos a nómadas, bohemios, artistas o simplemente a todo aquel que desee desconectarse del mundano mundo moderno, para dejarse cubrir sólo por el manto de las estrellas que adornan las noches de Matala, en donde se puede adquirir artesanías y disfrutar de festivales de música en vivo.
MatalaBalos Gramvousa
Balos Gramvousa. Estas pequeñas islas de Creta son un paraíso que se pierde en un lejano e infinito mar turquesa. Las templadas y cristalinas aguas de sus lagunas, invitan descaradamente a que nos zambullamos, nos sumerjamos y nademos en ellas, ejerciendo ese saludable efecto de poner nuestros pensamientos en blanco, para llevarnos a experimentar una sensación de plenitud y libertad absoluta, mientras cae el atardecer.
Balos Gramvousa es un verdadero y solitario tesoro natural del Mediterráneo, en dónde tan sólo el Castillo de Imeri, da testimonio de que en algún momento de su existencia, el minúsculo archipiélago dejó de ser virgen al ser habitado por el hombre en tiempos de la República Veneciana.
Balos Gramvousa
Sabrina Gelman es una periodista venezolana radicada en Madrid, que comenzó en la fotografía en 2004 cuando empezó a retratar por instinto las historias de los reportajes que escribía. Su trabajo se caracteriza por un discurso visual espontáneo que busca convertir en protagonistas, aquellos detalles corrientes y mundanos que se escapan del ojo humanoen donde el color, el contraste y la naturalidad sean el «leit motiv»de cada una de las imágenes que toma con la cámara, retomando los principios estéticos de la fotografía analógica y de los vídeo clips de los 80’s y 90’s que tanto la inspiran. Más de su trabajo lo puedes ver en http://www.sabrinagelman.com
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El tiempo se detuvo aquí. Estamos en Tabay, a 25 kilómetros de la ciudad de Mérida, en Venezuela. Eso es como a unos 40 kilómetros de Apartaderos, para más referencias. Los Aleros es un parque temático que muestra la convivencia de las comunidades andinas en el año 1930. Por eso, el tiempo se detuvo aquí y no queda más que hacer ese viaje a otra época y divertirnos.
Al hacer la compra de las entradas, te entregan un mapa y tu respectivo pasaporte al pasado. Nos dicen que son cinco minutos -cinco minutos de rustiqueo por el camino- desde las taquillas hasta la primera parada en el parque que es “el único Banco donde a usted no lo despluman”. Comienza a sonar la radio en el jeep: “Buenos días, les habla el Señor Bolaño, hoy le informamos que…” La voz nos cuenta que en el pueblo ha habido gente presa por robar gallinas, apariciones, y en pro de seguirle la conversación, una de ellas nos da el primer susto de todo el viaje.
Todo está construido de barro, madera, piedra y tejitas. En ese color naranja de aspecto anticuado. “Pasaporte en mano”, “pasaporte en mano”, grita una señora de unos cincuenta o sesenta años al inicio de la cola. Entrego el pasaporte, la encargada sonríe a mi “gracias” y toma el de la persona de atrás. Grabo el proceso de sellar el librito. Pasamos a ver las máquinas de escribir de la época y seguimos hasta un quiosco de bebidas y preparaciones del pueblo. “Para la flema, para la gastritis, para la tos…” Hay jarabes para todas las enfermedades que se puedan imaginar.
La próxima estación es la parada de los juegos tradicionales. Juegos de agilidad y azar. No nos detenemos tanto tiempo ahí y continuamos. Ya se escuchan gritos y llantos a nuestro alrededor. Al parecer, las apariciones hacen un muy buen trabajo. Nos encontramos con la casa abandonada de una loca que nos cuenta sobre un tesoro y dicen que al último se lo llevarán. La última era yo, claro. Por tomar fotos y videos, no me di cuenta que me iban a asustar.
Estación de gasolinaPrimera paradaEl puente
Subimos los escalones de piedra con cuidado. Llegamos a una casa de piedra y madera. Abrimos la puerta que está casi despegada y entramos. Oscuridad. Gritos. Tropiezos. “¡Pero saaaalgan! ¡Buuuuh! ¡No vemos la salidaaa! ¡Alumbra con el teléfonooo! ¡Propinaaa! ¡Salgaaaan! ¡Buaaaajajá!” Nuestros gritos se confundían. Hasta el más valiente tuvo que haber gritado. Al salir de la casa, entre risas y corazones acelerados, recordamos el “Propinaaaa” con voz tenebrosa. Pero, ¿cómo le íbamos a dar propina si no veíamos nada?
Recorremos más escalones de piedra. Volvemos a escuchar gritos y llantos. A los papás les encanta llevar a sus hijos a asustarse. Mis papás pasan por el primer puente de madera y yo voy detrás. “Tómame una foto aquí”. Todos nos miran desde más arriba de la montaña. Listo. Subimos más escalones de piedra. Al llegar arriba, a un puente colgante, nos damos cuenta de que debajo del primero hay otra aparición. De nuevo, por usar la cámara no me di cuenta de que me iban a asustar. Salvada dos veces. Seguimos subiendo y nos encontramos con la vista completa de todo el pueblo y un bar. Mis papás se toman una cerveza. Mi hermano una malta. Yo tomo fotos.
Al terminar el tour de los gritos y llantos, disfrutamos de la ciudad y allí, la celebración de una boda “más rara que un negro con pecas”, entre un joven “más peligroso que un barbero con hipo” y una pueblerina que es “como la media, abre la boca para meter la pata”. Después de muchos dichos venezolanos, recorrimos lo que nos faltaba. La oficina postal, la panadería, la barbería, el restaurante. Hasta vimos máquinas de imprentas del año y algunos periódicos y noticias de la época.
Llegamos a lo más alto. Hasta una placita y su catedral. Nos sentamos a disfrutar del viento frío y puro y volvimos a reanudar nuestro camino. Compramos unos raspaos y decidimos que era hora de irnos. Así vivimos Los Aleros en un día, un paseo peculiar dentro de una bella ciudad andina.
Mi nombre es Michelle Santos Uzcategui. Soy una apasionada de la moda, los viajes, el arte y la cultura. Me encanta que la comunicación me permite estar en todos esos temas. Más que blogger, soy comunicadora. Trato de inmortalizar momentos a través de palabras e imágenes. Mi blog comenzó con el objetivo de mostrar mis viajes, en el camino la moda se volvió la protagonista, y hace poco más de un año entendí que la línea conductora de él es la narración. Con el blog he aprendido que mi amor por el Nuevo Periodismo no debe ceder ante la inmediatez y ahora de todo -y de nada- intento hacer una crónica -o intento de ella-, especialmente de mis viajes por Venezuela. [La consigues en todas las redes como @michelleuz]
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No recuerdo haber visto el paisaje desde lejos. Mas bien sentí que entré de repente, que solo aparecí allí en medio de todo el verde. Sé que busqué la cámara dentro del morral con varios movimientos atropellados y atiné una o dos fotos, porque era posible que eso que estaba viendo se desvaneciera de un momento a otro. No me di cuenta que estábamos detenidos a un lado del camino y que nadie me estaba apurando. El paisaje era real. Así que respiré profundo, me colgué la cámara al hombro y me quedé allí mirando, siguiendo caminos de tierra con los ojos, buscando recovecos entre tantas hojas. Supongo que sonreí. Era la primera vez que veía plantaciones de té y no podía imaginar que eran tan hermosas.
Mi vista iba rápido. Había un jeep, dos árboles muy cerca, un autobús, varios tuk tuk y sé que había gente caminando. En medio de eso, las plantaciones comenzaban a extenderse. Había mucho más allá detrás de las montañas, más allá de las subidas. No sé cuánto rato nos tomó llegar a Munnar, no recuerdo de dónde veníamos, pero sé que apenas estábamos comenzando a explorar la montaña y que por eso aún había ruido y tenía tiempo para decirme cosas extrañas como: «desde hace mucho decidiste no tomar café, prefieres el té y… ¿no sabías que así eran las plantaciones?» A veces cuestiono mi curiosidad.
[Estamos en Kerala, muy al sur de India donde todo se vuelve tan natural que hace contraste con el resto del país. Allí está Munnar, una ciudad a 1600 metros sobre el nivel del mar. Allí estábamos, en las montañas de Ghati, en medio de plantaciones de té que son unas de las más altas del mundo y que convierten a Munnar en el principal productor de té de toda India. En la época de la dominación inglesa, les salía muy caro traer todo el té que querían tomar desde China, así que después de conquistar la zona -a la que llegaron huyendo del calor-, los ingleses decidieron comenzar a producir allí mismo. Y aunque esas plantaciones pasaron por inundaciones, deslizamientos y pérdidas totales, las tierras seguían siendo buenas para cultivar. Hoy en día la producción de té de Munnar se exporta a muchos países del mundo.]
En Munnar, la brisa sopla con frescura. Uno puede recorrer las plantaciones en tuk tuk, moto o jeep (que es el servicio que más ofrecen las empresas turísticas) y me gustaba ir en ese desorden de carretera, agarrada de donde se pudiera, viendo cómo el paisaje verde se iba abriendo a medida que subíamos por la montaña. No sabía que el té proviene de un árbol, uno pequeño que no crece mucho y le da esa apariencia de arbusto. Cuando todos esos árboles están juntos, con esos caminos estrechos para andar entre ellos, las formas que adoptan desde lejos son ese paisaje que seduce. Me atrapa el orden del té, la inclinación de las montañas y los vestidos de colores de las mujeres que van cortando sus hojitas como ritual diario.
De cada árbol se extraen tres tipos de té: el blanco, de los brotes más jóvenes; el verde, de las hojas menos jóvenes y el negro, de las hojas más viejas. El té blanco es uno de los más caros del mundo y uno de los más preciados. De cada árbol se cortan las hojas de arriba y esa es una labor que lo hacen, en su mayoría, las mujeres. Cada una puede cortar entre 100 kg y 120 kg al día, y eso les asegura unos 10$ por jornada. Ellas ocupan parte de la montaña y cuando ya han cortado suficiente y es tiempo de dejar que la hoja vuelva a crecer, se van a otra parte. Y así, cada día. Todos los sacos que se recogen, van directo a la fábrica para procesar y exportar.
Sé que en Munnar está el museo del té, pero yo no fui. Sé también que es una visita económica para conocer sobre el proceso de elaboración del té, que puedes tomar fotografías, comprar el té que quieras y llevarte algún otro recuerdo. Y está bien que anoten ese dato si viajan por su cuenta. Nosotros fuimos a la Lockhart Tea Factory, a 15km de Munnar para entender todo alrededor de esta bebida. Aquí también ofrecen visitas guiadas (más caras que en el museo), cobran por el uso de la cámara y no puedes tomar fotos dentro de la fábrica. Con nosotros hicieron una excepción y pudimos hacer todas las fotos que quisiéramos. Si les gusta el té, tanto como a mí, entonces lo van a disfrutar porque de allí se sale con una idea absolutamente clara de qué es lo que ocurre desde que se cortan las hojas hasta que se empaquetan para la venta a nivel mundial.
«Mientras más grande la hoja, menos cafeína», eso fue una de las primeras cosas que anoté en mi libreta y desde allí mis escritos parecen una especie de time lapse: el camión llega con los sacos de hojas, la máquina los sube y se les quita toda la humedad, caen del techo por otros sacos, las máquinas comienzan a reducir el tamaño de las hojas, pasan a la sala de fermentación, a las máquinas de secado y de repente, por último, a unas grandes máquinas que distinguen las hojas por colores, separa todo lo bueno de los desperdicios (palitos, hojas desiguales) y eso también se empaqueta porque es lo que normalmente consumimos en las bolsitas de té que se compran en cualquier supermercado. Sí, la basurita. En serio, no miento. Todo este proceso no ocurre tan rápido como mis anotaciones, pero sí es cierto que de fábricas como esta se exporta a todos lados del mundo toneladas diarias de té.
Si cierro los ojos y me concentro, puedo escuchar el corte limpio y rápido de las hojas de té. Los pasos sobre la tierra, el roce de las hojas en los vestidos de las mujeres. Munnar es un regalo verde y tomar una taza de té allí, ante ese paisaje, tiene algo de magia. Es el frío, es la lejanía, es saber que estás en India en medio de tanta quietud y que, aunque sigan pasando los días, algo de ti no lo termina de creer.
Este viaje forma parte del recorrido de la quinta temporada del Kerala Blog Express. Si vas a viajar a India, hazlo con un seguro de viajes. En este enlace te dejo un 5% de descuento.
Montpellier, Francia / Lunes 03 de abril / Poco más de las 7pm
Al fin hay sol. Hoy ha sido el primer día en el que no he tenido que usar en ningún momento la chaqueta verde. Tampoco ninguna bufanda. Es curioso, pero antes me llevaba mejor con el frío. Y con antes quiero decir, hace uno o dos años.
Recuerdo que la primera vez que estuve en Madrid (llegué un 1ro de marzo de 2011), hacía 2°C y era tanta mi emoción que yo no podía sentirlo. Tenía un sobretodo negro, botas, bufanda, sé que hacía frío, pero mi cuerpo no se enteraba. Era la emoción de estar ahí. Solo caí en cuenta cuando le vi los labios morados a Analisse y de buenas a primeras no entendía porqué estaba así. Ella no quería interrumpirme la dicha, porque así es mi amiga.
Nos fuimos a un café a llenarnos un poco de calor y desde la ventana del segundo piso, vi que comenzó a caer agua nieve; y esa era la primera vez que yo veía algo de nieve, así que corrí de nuevo a la calle y, una vez más, no sentí frío. Y una vez más, Analisse allí conmigo.
Pero la semana pasada yo usaba una bufanda mientras hacía arepas. Muy a pesar del calor del horno, de las ventanas cerradas, del calorcito atrapado. Si algo voy a recordar de Barcelona es todo el frío que me trajo, porque eso me pasó mientras estaba allá, hace varios días atrás.
No es cierto. No fue en Madrid la primera vez que vi un poco de nieve. Que la vi caer a medias, sí (y aunque fue poco y breve, era importante para mí) La primera realmente vez fue en Nueva York, como en el 2009. Había nevado el día anterior y cuando yo llegué todo estaba blanco, pero no la vi caer. Recuerdo que insistía en caminar sobre la nieve aunque los pies (de Converse y medias) se me enfriaran y me resbalaran. Hice una bola de nieve, la sostuve en la mano y alguien me hizo una foto.
Luego, dos años después, vi caer la agua nieve. Y dos años después de eso, volví a Nueva York y ese día comenzó a llover, pero al siguiente, nevó ¡nevó mucho! y la nieve me hacía reír y estornudar y emocionarme. Tampoco sentí frío esa vez. Y caminaba con nieve cayendo sobre mi cabeza y era una maravilla ver todo blanco y sentirme tan, tan feliz. Porque lo estaba. Lo estoy ahora al recordarlo.
Qué bonitas son las emociones de las primeras veces.
Estoy en Montpellier. Al fin hay 25°C y no estoy usando la chaqueta verde ni bufanda. Solo me falta descubrir porqué, cuando al fin hay sol, estoy pensando en la nieve. Es lo que tienen los viajes.
Me dibujé a mí misma en la libreta, feliz de sentir la nieve
Así se veía la Promenade du Peyrou el día de sol. Antes, era todo gris y ausencia
Y la gente caminaba lento, sopesando el frío
Montpellier, Francia / Martes 04 de abril / 5pm
Hace dos días estuve en este mismo parque y ahora no logro recordar el nombre. No es cierto, no fue hace dos días, sino cuatro. Era viernes y estaba nublado. No llovió, pero la ciudad iba de gris a blanco.
Hay mucha luz en Montpellier. El sol me encandila y me resta visibilidad. Es raro. Hago algunas fotos y la vista se me cansa y no veo con claridad si la velocidad o el ISO de la cámara están correctos. Ahora que sé un poquito más de esas cosas, me parece bien prestar atención. Lo cierto es que hoy hace sol y he decidido caminar por los mismos lugares de hace cuatro días, a ver qué tal, a ver si se convierten en otros, a ver si se visten de primavera.
En este parque hay gente acostada en la grama, otros tocan guitarra, otros pasean a sus perros. Escucho que hablan un español con acento mexicano y se quejan de lo difícil de aprender francés. Otros más allá juegan con una pelota de fútbol, dos más corren detrás de sus perros que se zambullen en esa agua fría debajo del monumento. Intenté hacerles fotos, pero ninguna me gustó. Y así. Parece otro lugar, porque hace cuatro días no había casi nadie. Éramos diez personas, porque nos conté. Y también había un malabarista justo debajo de la estatua que no recuerdo de quién es. Si no anoto de inmediato, es muy probable que se me olviden esos detalles.
Hoy vi otras cosas distintas:
Gente en las terrazas.
El tren que recorre la ciudad y en el que los turistas van con audio-guías.
Niños saliendo del colegio, buscando el sol.
Un café llamado Solo.
Postales de El Principito, en francés. Cuchísimas.
Dos estatuas vivientes (admiro mucho ese trabajo)
Un mini mercadito africano donde compré Harina PAN a 2,50€
La Esplanade Charles de Gaulle.
En la Esplanade Charles de Gaulle todo era Primavera
Ella intentaba decidir cuál flor llevarse a casa (y se fue sin nada)
El tren que recorre la ciudad
Las postales de El Principito que no compré
Un café Solo, pero con gente buscando sol
Excusas para mirar hacia arriba
Nota mental: debo caminar por otros lados de la ciudad, pero ahora estoy muy a gusto. Voy a resaltar esto porque sí.
El viernes fue 31 de marzo y esa noche viajamos dos horas a Marsella. Me gusta escribir Marseille. Digo «viajamos», porque éramos Silvia y yo y nuestra primera vez viajando en un carro que no era nuestro, con alguien más. Por 6€ estaríamos en Marseille a las 10.30 pm, pero como toda primera vez, uno se pregunta algunas cosas sencillas: ¿hablo en el carro? ¿me duermo? ¿me extiendo en las conversaciones? ¿me tengo que reír? Pero bueno, nuestra primera experiencia en Bla Bla Car, nos deparó a una chica puntual, pero antipática con la que no había mucho qué decir. Así que me dormí todo el camino. Lo único que lamento es haberme perdido la entrada a la ciudad, con la basílica iluminada que Silvia sí alcanzó a ver.
En Marseille también sería la primera vez que haríamos Couchsurfing juntas y nos vinieron a la mente las mismas preguntas. Como las dos teníamos mucho sueño y cansancio acumulado, le pedimos al cielo que nuestro host no tuviera muchas ganas de conversar -al menos esa noche- para poder dormir temprano. Le habíamos avisado con casi un mes de anticipación que llegaríamos cerca de las 10.30 pm y parecía no tener ningún problema con eso, así que estuvo bien: hablamos un rato, nos regaló un mapa, nos explicó algunas cosas e insistió, así de repente, en que yo debía contar sus historias de Couchsurfing en mi blog porque ya tenía diez años hospedando a viajeros y había llenado tres cuadernos con testimonios. Ya para cuando nos preparó un té, nos había dejado claro que era nuestro deber -o, al menos, el mío- tomarle alguna foto, escribir sobre él, firmar el libro, tomarle fotos al libro, escribir sobre su casa -que no era donde estábamos- y de la vez que conoció Belice (¿?)
Al día siguiente, nuestro host nos hizo saber, a una hora adecuada, que estaba listo para ir a cenar y tomar algo. Eso no estaba en nuestros planes porque se salía del presupuesto (y ganas); pero cuando entendió que no habría cena, nos pidió llevarle algo para el desayuno. Pero eso tampoco pasaría. Y quizá fue por eso que vio de mala gana el chocolate que le dimos y quizá fue por eso también que apenas volvimos al apartamento ese día, se instaló en el sofá-cama que nos había dejado para dormir a ver televisión hasta la medianoche. El castigo, por avaras, era no dejarnos dormir, algo que supimos manejar con elegancia porque -y para decirlo en buen venezolano- no nos importaba ni media bola.
Marseille es hermosa, a pesar de la lluvia
Lo que nuestro host no sabía era que, de no haber sido tan desfachatado, habríamos terminado haciendo arepas o tomando algún vino y conversando para pasar al rato. Pero así forzado y con imposiciones, no. Así con indirectas, no. Al día siguiente, le dejamos su sofá-cama bien hecho y nos fuimos a la ciudad muy temprano a pesar de la lluvia. Luego, en las referencias de Couchsurfing dijo que no éramos tan conversadoras como hacíamos ver en nuestros blogs, que llegábamos tarde y no quisimos salir con él, pero que nos hospedaría otra vez. Bueno, eso dijo de mí, porque de Silvia dijo que había sido una mala experiencia eso de no conversar tanto, ni de contarle que estaba de cumpleaños porque le habría llevado champaña y una torta. A fin de cuentas, sí ha logrado algo: que hable de él en mi blog.
Llovió en Marseille los días que estuvimos allí. El sol nos dio una tregua para ver unos calanques pequeños en el archipiélago de Frioul. A mí me encantó caminarla así toda apagada y fría y gris, porque no sé, se me hacía encantadora. Porque me sentía agradecida de estar en un lugar nuevo para mí, sin importar cómo me lo entregaran para verlo. Si había sol, iba a ser todo muy fácil. Encantador, pero fácil. Voy a caminar Montpellier un rato más.
PARÉNTESIS. Este diario breve desde Montpellier, lo escribí sentada en un banquito en la Promenade du Peyrou y lo he transcrito textualmente ahora que estoy en Madrid. Aquí tampoco tengo frío.
A Dublín la conocía antes de verla por primera vez. Me la tropecé en varios libros, la busqué con esmero en el mapa y traté de aprenderme ciertos nombres. Pero cuando nos vimos, se convirtió en muchas ciudades a la vez. Era ella una conversación distinta dependiendo de la hora del día, calles enredadas y perfectas para mi curiosidad. Estar en la capital irlandesa es pasear por su verde, los sabores de sus cervezas, la historia de sus esquinas. Dublín es un cúmulo de emociones; hay que detallarla y caminarla despacio para que nada se nos escape y así poder irnos a otros paisajes irlandeses aunque no sepamos bien a dónde nos llevan sus verdes.
Fue allí en Dublín donde nació James Joyce -el autor de Ulyses-, Oscar Wilde y los ganadores del Premio Nobel de Literatura William Butler Yeats, Samuel Beckett y George Bernard Shaw. En una acera, en la pared de algún pub, bajo la sombra de algún árbol e, incluso, asomándose con timidez desde alguna ventana, salta algún detalle relacionado a las palabras. No en vano, Dublín fue declarada por la UNESCO como la ciudad de la literatura.
Me tomé el tiempo necesario para caminar por algunos lugares y tratar de entenderlos; de allí surgió esta suerte de recorrido literario al que trato de ponerle un poco de orden mientras escribo. Basta con elegir un buen sitio donde quedarse, buscar un mapa y comenzar a caminar sin orden. Seguramente, faltarán muchos lugares. La idea es preguntar, ir de un pub a otro, observar. Así uno puede escuchar todo lo que la ciudad tiene por decir.
The Long Room guarda los 200 mil libros más antiguos de la biblioteca
Old Library, en el Trinity College. Dicen que uno realmente no ha visitado Dublín si no se va a este lugar. La vieja biblioteca que está en el corazón del Trinity College, la universidad de la ciudad, es un espacio impresionante (de 65 metros) en el que están guardados más de 200 mil libros antiguos. Su estructura es del siglo XVIII y nos deja con cara de sorpresa. Allí también se encuentra una exposición permanente del Libro de Kells, un manuscrito del siglo IX. Aquí hay un posten el que cuento todo con más detalle.
St Patrick’s Cathedral. Es una iglesia; lo sabemos. La más visitada de Irlanda. Pero como dato curioso hay que decir que desde 1713 a 1745 el escritor Jonathan Swift fue decano de la catedral y desarrolló gran parte de su obra desde allí. Una piedra y un epitafio lo confirma.
Marsh’s Library. Al salir de la Catedral, caminen un poco más a la izquierda y se encontrarán con la entrada pequeñita a esta biblioteca, abierta por primera vez en 1701 y que contiene un poco más de 25 mil libros del siglo XVI, XVII y XVIII especializados en literatura clásica, música, matemáticas, viajes, navegación, ciencia y leyes.
En la Catedral de St Patrick
James Joyce se respira en toda la ciudad
James Joyce Centre. Para quienes conozcan la obra de James Joyce y quieran estar más cerca de su trabajo, éste es el lugar. Desde aquí se hacen tours caminando por la ciudad, siguiendo la pista de su libro Ulyses; hay exhibiciones, eventos y más. Pero, si quieres caminar más a tu ritmo y siguiendo los pasos del libro de Joyce, se puede adquirir una audio guía en la Oficina de Turismo de Dublín, que viene acompañada con un mapa para que puedas explorar la ciudad.
The Brazen Head. Así se llama el pub más antiguo de Dublín y allí, todas las noches, hay música y lecturas, mientras cenas y tomas la cerveza que más te guste.
An Post Museum. La oficina de correos de Irlanda forma parte importante del desarrollo de su sociedad. Allí es posible encontrar cartas escritas en diferentes siglos que son reflejo de etiqueta, estilo y el lenguaje que se empleaba en épocas remotas.
Oscar Wilde en Merrion Square Park
The New Theater. Este teatro situado en la parte vieja de Temple Bar, se especializa en llevar a las tablas obras únicamente de escritores irlandeses.
Dublin Writer’s Museum. Aunque es pequeño, el Museo de los Escritores de Dublín te permite ver de cerca libros, cartas y pertenencias personales de algunos escritores, con más de 300 años de antigüedad.
Merrion Square Park. En una de las curvas de este parque, sentado plácidamente sobre una de las piedras y bajo la buena sombra de los árboles, se deja ver una estatua de Oscar Wilde que arranca fotos a todos los viajeros. Está allí como un memorial y el escritor tiene la mirada fija en la casa donde nació en 1854. Muy cerca de allí también hay un café que lleva su nombre.
Si llegaste hasta aquí es porque tienes la idea, aunque sea pequeñita, de comenzar un viaje. De vivir en esa posibilidad constante de explorar paisajes y otras vidas; de encontrarte a ti mismo en cada parte del camino recorrido. Ya lo dijo Lao Tsé: «un viaje de mil millas comienza con el primer paso» y entonces, lo que queda es hacerle caso al instinto y dejar que ese revoloteo de emoción en el estómago se convierta en el guía perfecto para iniciar la aventura.
Pero siempre nos asaltan las dudas y la maleta comienza a llenarse de ese sobrepeso innecesario que es arrastrar con los miedos propios y de quienes nos rodean: ¿por qué te vas por tanto tiempo? ¿y ya sabes dónde vas a dormir? ¿te alcanzará el dinero para comer? ¡Pero mejor visita dos o tres cosas y ya! ¿cómo que no sabes bien a dónde irás? ¿y a quién conoces por allá? ¡Eso es mucho tiempo! Y yo me pregunto, ¿quién sabe cuánto es mucho tiempo? Y algo más: eres tú quien va a viajar, nadie más.
Cada quien tiene su forma de viajar. Yo siempre he necesitado hacerlo despacio, porque no puedo entender a las ciudades en pocos días. He aprendido a dejar que el viaje suceda, y que los momentos de serenidad en los que parece que no se hace nada, también son parte de esa aventura. Pero hay quienes prefieren cubrir la mayor cantidad de cosas en el poco tiempo que tengan, o aquellos que buscan más la naturaleza, o los que prefieren estar en un resort cinco estrellas con todo incluido. Hay que saber es que todo es válido, que cada viaje es necesario para cada quien; que puedes viajar como quieras y nadie te puede decir lo contrario.
Lo importante es decidirse.
No hay fórmulas definitivas para comenzar el viaje. Uno se va moviendo según le van dictando las ganas y los sueños guardados, y la primera barrera que hay que derribar es la de creer que hacerlo es imposible, que ese destino queda muy lejos, que se necesita una bolsa gigante de dinero para alcanzarlo. Viajamos porque queremos vivir otras historias, porque nada nos es suficiente. Y créanme, nunca faltará quien te diga que no puedes hacerlo, que debes poner los pies en la tierra, que no es tan fácil como lo imaginas, que debes esperar a estar más estable, que así no se hacen las cosas, que uno no puede vivir solamente de viajar y cientos de prejuicios más que les enseña la rutina, el día a día tan lejano de todo.
Empecemos por el principio: tienes que ahorrar. Si ya tienes el viaje en mente, si no haces más que pensar en eso; si ese viaje se ha vuelto tu obsesión, entonces tienes que cambiar la manera de ver las cosas, organizar las prioridades, reducir los costos, dejar de ir al cine, al restaurante, de comprar la botella de vino para algún fin de semana, tomar menos taxis y viajar más en metro o caminar, no comprar lo que no necesitas aunque intentes decirte que realmente lo necesitas. Ahorrar, ahorrar y ahorrar. Cada moneda cuenta y seguro al principio creerás que tienes muy poco, pero cuando llegue el momento de salir, sentirás que valió la pena el «sacrificio» y lo entrecomillo, porque cuando ya estás en esto, no piensas en otra manera de vivir. Todas las ganancias que entren, por más pequeñas que sean, siempre van a tener un final feliz para completar algún boleto, para colocar otro sitio en la ruta, para rentar una bicicleta y conocer alguna ciudad así (¡sueño con eso!), para seguir visualizando y viajando.
Luego, tienes que quitarte de la mente que todo es absolutamente difícil, complicado y peligroso. Cuando viajas, cuando te permites hacerlo de verdad, te darás cuenta que hay que aprender a confiar (eso no quiere decir que no seremos astutos), que las limitaciones están en la cabeza. Suena a lugar común, pero es cierto que viajar amplía la mente ¡y en todos los sentidos! Es así como un día te puedes ver a ti mismo conversando sobre algo que jamás pensaste que contarías, o subiendo al carro de un extraño (sí, de un extraño) que te dice que no estás en buena zona y que te va a ayudar a salir de ahí, o dándole tu número de teléfono a otro que apenas acabas de conocer en un tranvía, pero que dentro de una semana va a estar en la misma ciudad que tú y te la quiere enseñar. Entonces, cuando llegas a casa, ligero de equipaje, lleno de emociones, vas a recordar todo lo que te pasaba por la mente antes de salir y que te instalaron allí como un chip. Caerás en cuenta que sobreviviste, pero sobre todo, que lo quieres volver a hacer.
¿Qué te lo impide? ¿Por qué siempre hay que pensar primero que para viajar se necesita tener una gran cantidad de dinero? Vamos, que si me quiero ir a Grecia mañana, claro que no puedo, pero si lo tengo en mente ¿quién me va a decir a mí que no lo haré el año entrante? Somos los primeros saboteadores de nuestros sueños y sin ánimos de sonar a coach motivacional, en cuanto se logra derribar esa barrera mental, entonces todo comienza a fluir de manera asombrosa. A mí me han dicho cosas como esta: que soy millonaria, que tengo un novio (millonario, claro) y no digo que estoy viajando con él, que tengo un secreto que no cuento, que todos mis viajes me los pagan, que soy afecta al gobierno y por eso se me hace tan fácil (¿?) Imagínense.
A ver, fácil no fue. Y no lo es algunas veces. Cuando decidí que quería viajar y escribir (hace ya cinco años) apenas hice un viaje en todo un año. Uno solo y duró cinco días. Pude haber tirado la toalla, arrepentirme de haber renunciado a mi trabajo y volver a buscar un horario de oficina, pero insistí y el año siguiente me fui por dos meses y luego más, cada vez más. Cuando mi escritura comenzó a fluir, el ánimo se me acomodó y comencé a ver viajes por todos lados. A lo mejor fue de tanto leer a Robert Louis Stevenson, el mismo que dijo que «lo importante es moverse». Entonces, no supe quedarme quieta nunca más.
Si les da miedo aventurarse, comiencen por su propio país: hablan el mismo idioma, manejan la misma moneda, estás en un territorio lleno de manías que no le serán desconocidas. Hablen con otras personas, pregunten, miren con otros ojos. Confíen en sí mismos y en los pasos que dan porque son esos pasos los que los van a llevar a otras latitudes, no importa qué tan lejos estén. Siempre lo digo: el mundo está ahí para recorrerlo, lo único que debemos hacer es ponerle un poquito de coraje y decisión.
Este post se lo dedico a todos los que alguna vez me han escrito, por cualquier vía, preguntándome cómo hago para viajar. Ojalá consigan alguna seña que los lleve a la ruta, a hacer el gran viaje o a alcanzar el sueño que quieran, sea cual sea.
¡Hola! gracias por llegar hasta aquí. Este blog fue creado en el 2011 y ahora, en el 2022 y después de dos años sin viajar por la pandemia, decidí renovar la información: desaparecí un montón de post, datos viejos y dejé lo que creo puede ser útil, curioso, divertido. Te diré por dónde comenzar, pero también puedes ir a tu gusto.
Estaba camino al aeropuerto a las seis de una mañana de domingo nublada. Era la primera vez que viajaría a Los Roques en una avioneta pequeña, de esas que llevan nueve pasajeros y no había nervios de ningún tipo. Ya hace dos años, había volado en una más pequeña aún durante hora y media para llegar a Canaima, así que estos 35 minutos de recorrido eran casi un suspiro.
Embarcamos puntual.
La avioneta despegó sin premura y se elevó lo suficiente como para tener una visión amplia de ese pedacito de La Guaira que ya íbamos a comenzar a dejar atrás. Pero de repente una sacudida a menos de dos minutos de elevarnos, sumada la cara de asombro del piloto, nos hizo saber que algo no estaba bien. No sólo lo supimos de inmediato, si no que lo sentíamos en el ruido del motor, de las hélices, de los nervios ya puestos en el volante y de ese llamado a Maiquetía que nos hizo dar la vuelta con dificultad y con un recital de las mejores oraciones que cada uno se sabía. Aterrizó con delicadeza, como si nada hubiera pasado un minuto atrás. Nos bajamos de la avioneta, como quien se baja de nuevo a la vida. “¡Qué susto!” era lo único que se escuchaba y atrás la risa nerviosa, el estómago cerrado y la pregunta en el aire: “¿A qué hora nos vamos?”
Los venezolanos tenemos la particularidad de sacar un chiste hasta de las peores situaciones. Tres horas después ya nos estábamos riendo de nosotros mismos, esperando otro vuelo por casi seis horas; otra avioneta, otra suerte. Y así fue.
Aterricé ayer en Los Roques con el sol de media tarde, con la brisa como bienvenida y dándole gracias a Dios por un vuelo tranquilo. Nunca había estado aquí un domingo, nunca me había quedado en el Gran Roque -la única isla poblada y donde están todas las posadas- caminando por sus calles de arena, viendo a los turistas llegar rojos como camarones después de haber pasado parte del día en uno de los cayos; o un juego de dominó en la puerta de alguna casa.
Esas calles parecen una fiesta. A cada paso, una música distinta. Caminan descalzos, manejan bicicletas, los niños corren y juegan fútbol mientras el agua y todos sus azules posibles juegan en la orilla con las lanchas, los pelícanos y los guanaguanares.
La tarde se fue sin prisa, pero con el sol tímido. Una cena copiosa y caliente nos esperaba en la terraza de la Posada Arrecife, que es lugar donde me estoy quedando. Robert, el chef, se esmeró con una porción de pasta que sabía a gloria; un filete de Peto -un pescado- sobre puré de papas y un quesillo de coco que había hecho esa misma tarde.
Cuando se hizo de noche, ya muchos habían escuchado el cuento de la avioneta con cara de asombro, como si al contarlo borraríamos el recuerdo y los vestigios de susto que aún quedaban pegados al cuerpo. Así que desembocamos en Café Arrecife, donde en la tarde nos habían brindado unos Mojitos, y bailé descalza sobre la arena con la música de Dj Drama Mix hasta el borde de la medianoche. Me dio risa saber que el Dj, también era lanchero, el mismo que hoy me llevará hasta Cayo de Agua a pasar el día.
Eso lo cuento al regreso. O mejor, eso ya lo pueden leer aquí