Estado de felicidad permanente
Estado de felicidad permanente

Aunque intuían que no habría un espectáculo de luz, los viajeros decidieron subir durante cinco minutos un tramo del cerro para sentarse en las rocas a esperar el amanecer. Eran poco menos de las cinco de la mañana y la ensenada de Yapascua era toda nubes, humedad, calor acumulado. Habían dejado todo en las carpas y subieron, linterna en mano, con sueño, sin cepillarse los dientes, sin peinarse, sin hablar, a ver cómo despertaba el día. Allá arriba todo era una mezcla de bostezos, de uno que otro click de la cámara intentando buscar algo, cualquier cosa. Arriba, el sonido de las olas lejanas, de los mosquitos pegados al cuerpo. La luz de la mañana tiene el don de ser la más hermosa, pero la de ese día era gris, pálida, indiferente.

Habían llegado a Yapascua la tarde anterior, justo cuando el sol comenzaba a apagarse. Entonces, el agua lucía oscura, intimidante, aunque tibia, siempre tibia, intentando seducirlos para que entraran en ella; primero, coqueteando por los tobillos para luego ir por el cuerpo entero. Así, cuando los viajeros se volvieron una sola conversación, las algas no se veían, pero se sentían y después de un buen rato se fueron hasta la orilla para montar el campamento, cocinar la pasta que habían esperado todo el día para luego hacer reposo mirando las estrellas. El mar era el patio de esa casa portátil que llevaron y entre chistes malos y cansancio se fueron durmiendo de a poco.

Por eso, cuando subieron el cerro a esperar el amanecer se decepcionaron un poco al ver el paisaje gris, aunque ninguno se atrevió a decirlo en voz alta. Descendieron, desayunaron casi sin hablar y a medida que el día se iba haciendo más claro, veían cómo despertaban otros que habían llegado también allí llenos de curiosidad. Había risas lejanas, alguien cumplía años, un par de ellos subió la montaña. Hacía calor, mucho calor y los viajeros se fueron al mar, a ese oscuro mar que los aguardaba.

Yapascua, bostezando
Yapascua, bostezando
El campamento de los viajeros, sencillo y necesario
El campamento de los viajeros, sencillo y necesario
Mientras todo parecía ir tomando otro color
Mientras, todo parecía ir tomando otro color

De tanto conversar no se dieron cuenta cómo el paisaje los iba colocando en lados distintos. Se dispersaron: dos se fueron descalzos a explorar la ensenada, dos más se quedaron en el agua sin ritmo ni orden, dejando que la suave corriente que a veces era caliente y a veces fría, los llevara mar adentro. No fueron conscientes de lo lejos que estaban de la orilla hasta que les hicieron señas agitando las manos que, al mismo tiempo, festejaban al sol que se había posado sobre Yapascua para despertarla, por fin.

En ese instante, todo se volvió frenesí. Apuraron el nado hacia la orilla, los otros dejaban sus cámaras a punto, buscaron zapatos, una galleta de chocolate y subieron el cerro una vez más para delirar, sonreír y entender que Yapascua no era azul, sino de todos los colores. Que era turquesa, blanco, verde, amarilla. Que era paraíso y cercanía. No llegaron a contar cuántas fotos tomaron desde la montaña y parece que subieron una o dos veces más como para tratar de entender a Yapascua desde arriba. Se perdieron en sus colores, nadaron eufóricos, se rieron con el viento y cuando creían que les quedaba más tiempo para seguir en ese éxtasis caribeño, una lancha vacía llegó a buscarlos para llevárselos a otro paisaje lleno de palmeras y brisa.

Desmontaron el campamento sin prisa y con aburrimiento, sin querer que el viaje se terminara, pero sobre todo sin ganas de despedirse de ese sol que les había descubierto un paisaje nuevo. Aún sin irse, ya querían volver. Si habían entrado en sus aguas en plena oscuridad, confiando en ella plenamente, ahora que la conocían transparente y serena, no querrían dejar de visitarla. Volver, ese es el asunto pendiente, la promesa eterna de los viajeros.

¡El sol, el sol! ¡Yapascua es azul!
¡El sol, el sol! ¡Yapascua es azul!
Confirmando la felicidad
Confirmando la felicidad
Detente
Detente

PARÉNTESIS. La ensenada de Yapascua forma parte del Parque Nacional San Esteban en el estado Carabobo. Para llegar hasta allí, hay que tomar una lancha desde la bahía de Patanemo. Son 15 minutos de travesía tranquila. También se pueden caminar desde allí por la montaña, durante una hora y media. Quienes hacen este camino, aseguran que se llevan consigo las mejores vistas. Y no lo dudo.

3 comentarios sobre “El sol que despierta a Yapascua

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